Quedan ruinas

Quedan ruinas

Carmen Imbert Brugal

La clausura de “La Cafetera”, emblemático lugar, es otro episodio del tiempo ido, irrecuperable. Esa manera tan nuestra de olvido rápido y sustitución mediocre, de no saber ni querer preservar.

Ubicado en la calle El Conde, vía que fue orgullo para capitaleños de otra época y azoro para la muchachada provinciana que iniciaba la andadura universitaria y descubría, sin el resguardo de los mayores, que la calle era más que “La Margarita” o “La Parisién”, con esos escaparates que René del Risco convirtió en poesía. Símbolos, zaguanes, asombro con cada personaje que usaba sus esquinas como tribuna, también como pedestal para su desolación después de tantas derrotas.

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“La Cafetera” con su aroma, el peculiar sonido de tazas y platos que a veces interrumpían necesarios silencios, testigo de resabios, de tertulias y conspiraciones, encuentros y desencuentros. Rincón para la melancolía republicana, saudade de esos rojos eruditos que llegaron para quedarse, fue languideciendo como la calle donde estuvo y hoy es una especie de corte de los milagros. Ahora los mercaderes ofrecen objetos y cuerpos, indiferentes a la historia que los rodea, ajenos a los inmuebles que sirven como mingitorios y acogen otras urgencias, esas joyas de la arquitectura que fenecen sin dolientes. El entorno amerita parafrasear “En ruinas” de Salomé Ureña, para rememorar “el pasado esplendor”.

El cierre produce el arrimo a una persistente nostalgia, evocación vicaria para muchos que jamás se percataron de su existencia. Ha servido el hecho para jaculatorias, contextos y enunciados tan desagradables como importantes. El periodista, político, viandante y tertuliano Juan Ducoudray – Q.E.P.D. – escribe en una crónica sobre el lugar, que su época de oro comenzó en 1940. Atribuía al poeta Vigil Díaz, afirmar que: así como París era el centro del mundo, “La Cafetera” era el centro de la República boutade permitida en aquel país con población exigua y trajinar limitado.

“Café Gijón” no fue, menos “La Coupole”, pero los visitantes habituales se comportaban como si lo fuera. Significativa guarida para una minoría que dice adiós con sus recuerdos intransferibles. Ocurre en la capital como en las 32 provincias con sus espacios simbólicos perdidos sin estridencias, dejando un hueco en el aire, como el de la rosa de Mieses Burgos cuando muere.

El responso pronto perderá eco. No caben los lamentos en la era reformadora. El territorio se está convirtiendo en un resort con el correspondiente cinturón de miseria que rodea el ensueño y permite a la codicia construir la fantasía.

Miles de capitaleños todavía no conocen el mar Caribe, su límite visual es la cañada y su aspiración mayor es “tener un punto” en el callejón, el cierre de “La Cafetera” no les concierne menos el cambio de nombre de la calle Nicolás Ovando por Johnny Ventura.

La remembranza se perderá entre las urgencias cotidianas. Endecha para un grupo reducido, del tamaño de los que miran el Faro de Puerto Plata enmohecerse y observan la destrucción de las casas victorianas. Faltan juglares en cada provincia, de esos que le sobran al Gobierno, para denunciar y evitar pérdidas.

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