En 2006, Marcos Abraham, un dominicano de 17 años, se metió de polizón junto a un amigo para escapar de República Dominicana en un buque petrolero que, según pensaban, se dirigía a Estados Unidos.
Dos semanas más tarde, cuando el barco finalmente llegó a su puerto, Abraham pudo salir de su escondite y, solo, deshidratado y al borde de la inanición, puso los pies en la tierra.
Su amigo había muerto en el camino. Con un estado de desnutrición avanzada, Abraham se encontró con un paisaje desconocido, inesperado. No era Nueva York: el polizón había llegado a Ensenada, provincia de Buenos Aires.
En Vámonos. La increíble vida del polizón Marcos Abraham, la escritora y periodista argentina Josefina Licitra narra las incontables peripecias que este joven tuvo que afrontar en sus repetidos intentos de huida de su país natal, que arrancaron cuando tenía solo 13 años.
Ninguna, sin embargo, salió como esperaba. En uno de esos intentos, se metió en un barco con rumbo a Holanda pero lo descubrieron y lo arrojaron al mar. Sus dos compañeros murieron ahogados. Él se salvó porque lo rescató un buque ruso.
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La odisea marítima que, algunos años más tarde, lo dejó varado en Ensenada, tampoco fue el fin de sus problemas.
Tras su llegada, la prensa argentina lo convirtió en un héroe mediático aunque, claro, la novedad no duró.
Al poco tiempo, olvidado y a la deriva en un país desconocido, fue internado en un neuropsiquiátrico. Cuando el asilo le fue denegado, tuvo que volverse a República Dominicana donde comenzó una corta carrera como músico de reggaetón que quedó trunca. Después de todo lo que sobrevivió, Abraham fue asesinado en una pelea de borrachos en un bar de mala muerte.
Pero ese es solo el comienzo de Vámonos, publicado como parte de la colección Grandes autores para tramos cortos de Indie Libros.
Cuando Licitra se enteró de la muerte de Abraham, la escritora viajó a Dominicana para entrevistar a su familia, donde descubrió una intrincada trama familiar que cuenta con la destreza narrativa con la que tiene acostumbrados a sus lectores.
Así empieza “Vámonos. La increíble vida del polizón Marcos Abraham”
Conocí a Marcos Abraham Villavicencio en el 2006. En ese entonces, él había aparecido en los diarios de Argentina, mi país, por haber vivido una epopeya.
Con apenas diecisiete años, el muchacho dominicano se había metido de polizón en un barco en el que había resistido dos semanas sin comer ni beber agua.
Él quería llegar a los Estados Unidos, ubicado a pocos días de viaje desde su ciudad; pero el cálculo le había salido mal y había terminado en un puerto de Ensenada, una localidad chica y deslucida de la provincia de Buenos Aires.
El día de su llegada, Abraham fue internado por desnutrición en un hospital local. Ahí lo vi por primera vez. Estaba escuálido y una cánula con suero le colgaba del brazo derecho. A su alrededor no paraba de entrar y salir gente. Abraham era polizón, pero a esa altura del partido, principalmente, era noticia.
Yo quería ir a Nueva York explicó aquel primer día. Abraham tenía el cráneo romo y un par de ojeras inmensas, pero sobre todo tenía una historia.
Una vida dura y maravillosa que yo iría conociendo a lo largo de los meses, durante un reportaje para la revista Rolling Stone que nos ubicó a los dos en esa relación ambigua que se da entre periodistas y entrevistados cuando ocurre un trato prolongado. No éramos amigos, pero cada vez nos conocíamos mejor.
Así fue pasando el tiempo nos veíamos, hablábamos hasta que en cierto momento el gobierno se expidió sobre su caso, le negaron el asilo en Argentina y Abraham debió volver a su país.
El día de su partida fui a despedirlo al aeropuerto. Su rostro perdido, flotante estaba tomando pastillas es lo único que recuerdo de aquel último encuentro.
Después lo llamé a la isla un puñado de veces, luego sobrevino el silencio, y los años corrieron hasta que unos días atrás, curiosa o aburrida, busqué su nombre en Internet y leí, en una noticia breve en un periódico pequeño de San Pedro de Macorís, su ciudad, que Marcos Abraham Villavicencio había sido asesinado a la salida de un bar.
Sentí estupor y tristeza, pero sobre todo sentí una urgencia inexplicable. El muchacho había sido para mí el rostro de un éxodo que en el Caribe llevaba varias décadas y que presentaba al sueño americano en su versión más pura y atroz.
¿Qué había pasado con él? Preguntarme por su muerte era el paso previo a preguntarme por su existencia. Así que hice unos llamados, saqué un pasaje, metí una revista Rolling Stone en la valija, y aquí estoy: es febrero de 2014 y en unos minutos viajo a la isla. Abraham o su familia están esperando.
República Dominicana es una isla del Caribe. Hacia el oeste comparte tierra con Haití, pero el resto de los puntos cardinales está lleno de agua y promesas.
Puerto Rico está a 135 kilómetros, cruzando el Canal de la Mona, el estrecho tormentoso en el que se unen las aguas del Mar Caribe y el Océano Atlántico. Y Estados Unidos está a unos 500 kilómetros: una distancia que, sumada a la pequeñez económica de República Dominicana y de muchos otros países de la región, no hace más que multiplicar los sueños de salvación.
Los registros oficiales aseguran que el 10 por ciento de la población dominicana vive fuera del país, y los académicos encargados de analizar estos datos sostienen a su vez que ese modelo migratorio no es el único en la zona.
Más adelante, en Santo Domingo, la capital de República Dominicana, el sociólogo Wilfredo Lozano, director del Centro de Investigaciones y Estudios Sociales de la Universidad Iberoamericana, explicará todo este esquema que es complejo de una manera muy simple.
Y dirá que toda el área del Caribe está signada por la transnacionalización, esto es: por un modo de abolir fronteras que está dado por el tráfico de gente y que, más allá de su legalidad, funciona con eficacia desde hace décadas.
Cuba, por caso, tiene casi un 10 por ciento de su población en el exterior. Puerto Rico tiene más personas afuera (unos 5 millones) que adentro (3 millones 700 mil). Haití tiene emigrada tanto a su élite que va a Francia o a Canadá como a sus bases, que van a La Florida. Y Jamaica repite el mismo esquema de Haití, ya que las clases acomodadas van a Londres y las bajas, a Miami.
En cuanto a los dominicanos, se integraron fuertemente a este modelo tras la muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien impuso su ley entre los años 1930 y 1961 y dejó tras de sí un país económica y socialmente diezmado.
En la segunda mitad del siglo XX, hartos de la inflación y de los apagones energéticos de hasta veinte horas, varios millones de dominicanos buscaron suerte en otra parte y a cualquier precio. En su intento por irse, fueron y siguen siendo muchos los que mueren en tránsito.
Algunos se lanzan en embarcaciones que no suelen resistir la fuerza del Canal de la Mona, y terminan entre tiburones.
Otros se cuelan en el tren de aterrizaje de los aviones y mueren congelados o al aterrizar. Otros viajan hasta Honduras y de ahí intentan cruzar la frontera con Estados Unidos, aún a riesgo de ser encontrados y fusilados por los soldados.
Y otros, como Abraham, se hacen polizontes, equivocan el curso del barco y quedan expuestos a una muerte por hambre.
Abraham, de hecho, no había viajado solo aquella vez en la que llegó a la Argentina. Lo había hecho junto a Andrés Toviejo, un amigo que no sobrevivió. Abraham contó la historia de ese viaje en el hospital de Ensenada en el que nos vimos por primera vez.
Dijo que en la madrugada del 16 de junio de 2006, tanto él como Toviejo habían llegado a nado hasta el buque griego Kastelorizo un petrolero que había atracado en el puerto de San Pedro de Macorís convencidos de que el destino de ese barco era los Estados Unidos.
Pero el cálculo falló. Al cuarto día sin ver la tierra, Abraham y Toviejo empezaron a preocuparse. Hasta que, sin bebida y sin comida, Toviejo se desesperó y tomó agua del Atlántico. Esa fue su cruz.
Horas más tarde, el muchacho empezó a vomitar y a perder líquido y fuerzas, y después no queda claro si resbaló o se rindió: lo cierto es que Toviejo se fue al agua, donde estaba la hélice. Y que su cuerpo se hundió en un reverbero de burbujas encendidas de sangre.
Pero Abraham sobrevivió. Y dos semanas después llegó a La Plata, donde se dio la secuencia de la que yo estaba al tanto: primero lo trasladaron al hospital; después llegaron los diarios; pronto su historia conmovió al país; luego apareció la familia, desde República Dominicana, diciendo «Dios te guarde la vida, Abraham»; semanas más tarde una mujer argentina se ofreció a adoptarlo; en algún momento Abraham se animó a hablar del futuro («Quiero quedarme en La Plata», «Me gustan los motores de auto: quiero ser mecánico en La Plata») y finalmente la historia, como tantas otras, dejó de servir a los medios y pasó al olvido.
La segunda vez que vi a Abraham fue en un hospital psiquiátrico.
Quién es Josefina Licitra
♦ Nació en La Plata, Argentina, en 1975.
♦ Es periodista y escritora, considerada referente de la crónica periodística en su país.
♦ Es autora de los libros 38 Estrellas. La mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia, El agua mala. Crónicas de Epecuén y las casas hundidas, Los otros. Una historia del conurbano bonaerense y Los imprudentes. Historias de la adolescencia gay lésbica en Argentina, entre otros.
♦ En 2004, ganó el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo por su crónica “Pollita en fuga”.