Debe admitirse, ciertamente, que la República Dominicana ha degenerado en una nación violenta. Los últimos sucesos sangrientos revelan una sociedad cuyos actos individuales o de grupos se caracterizan, en sentido general, por el abuso constante de la fuerza física, el empleo indiscriminado de las armas o la vigencia de relaciones interpersonales o societarias de extrema agresividad.
Dos muertos y una decena de heridos durante la convención del PLD para elegir candidatos al Congreso y los ayuntamientos; el Alcalde de Santo Domingo Este, Juan de los Santos, asesinado, junto a su guardaespaldas, por un homicida suicida, quien era un amigo de su entorno íntimo, por razones de negocios particulares que salieron mal; el padre de una ex reina de belleza muerto a balazos por un sujeto enojado debido a un leve roce a su vehículo; añádase el encarcelamiento, por primera vez, de dos ex magistrados de la Justicia Dominicana, entre ellos una joven mujer, acusados junto a otros cuatro sospechosos de aceptar sobornos para sentenciar casos complejos. La nación ha vivido una semana de perros.
Lo peor es que estas situaciones son recurrentes, parecen incorregibles y se expresan en distintas modalidades: violencia política, donde los políticos incumplen normas esenciales de convivencia; intrafamiliar, de género; la que proviene del narcotráfico y la criminalidad, de la delincuencia común, de negocios, del tránsito; no se respeta autoridad, tampoco se cumplen leyes. De aquel pueblo otrora dócil y alegre, solo queda el irascible, interesado en el enriquecimiento ilícito y en portar una pistola. El dialogo callejero, y en ciertas academias, es altisonante.
No es Maquiavelo considerando la violencia parte esencial de la política; el clima actual combina vicios aprendidos desde exterior con frustraciones resultantes de las políticas públicas excluyentes para satisfacer grupos de poder. Una verdadera nación violenta.