El querido padre Pedro Rodríguez, de la orden de los Carmelitas, nos señalaba esta semana algunos aspectos del Concilio Vaticano II Lumen Gentium, en el que dice que: La Iglesia, a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en el cual, por la gracia de Dios conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección, sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado en Cristo.
Porque Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres. Habiendo resucitado de entre los muertos, envió su Espíritu vivificador sobre sus discípulos, y por él constituyó a su cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación.
Ahora, sentado a la diestra del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su iglesia, y por ella unirnos a sí más estrechamente y, alimentándonos con su propio cuerpo y sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa.
Por tanto, la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, impulsada por la venida del Espíritu Santo y por él continua en la Iglesia, en la cual, por la fe, somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que, con la esperanza de los bienes futuros, llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y trabajamos por nuestra salvación.
La plenitud de los tiempos ha llegado hasta nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza verdaderamente a realizarse, pues la Iglesia, ya en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.
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Y hasta que lleguen los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que tendrá su morada la justicia, la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen del mundo que pasa.
Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios.
Y agrega el padre Pedro, acerca del buen pastor, que es aquel que no quiere que ninguna oveja se pierda. El que quiere transformar nuestras vidas, renovar las esperanzas, moldear y limpiar los corazones.
Porque todos somos ovejas del rebaño del Señor, y Él no permitirá que ninguna se pierda, ni que los lobos les hagan daño. Las protegerá siempre. Porque Él quiere cambiar nuestras vidas, vivir dentro de nosotros, nacer en nosotros y hacernos personas nuevas.
Ante estas reflexiones todos debemos orar y pedirle al Señor que nos ayude; sobre todo, a nuestros pastores. Los que guían las ovejas. Para que los ilumine y les de sabiduría permanente. Mantenerse juntos para que puedan señalar mejor los caminos y conducirnos sin temor. Evitando que las ovejas puedan dispersarse. Y nosotros, como ciervos de la Iglesia, permanecer al lado de los pastores, porque ellos también necesitan sentir que las ovejas están cerca.