Mon Saviñón Lluberes había decidido la construcción de todo un rosario de viviendas elegantes y felices. Estrenamos la más bella, junto a un monumental árbol de mango. Pero llegaron súbitas estrecheces monetarias, enredadas con descuidos paternales y, de repente, resultó que debíamos casi un año de alquileres.
Un día coincidieron las “temperamentadas” de papá con de las don Mon, que dispuso que un alguacil sacara -gozoso- el mobiliario. Era plena Era de Trujillo y éste, enterado de todo, simplemente envió un mensaje categórico: “Mon… ¿tú estás loco… no te metas con Gimbernard, deja a ese hombre quieto”. Vuelta rápida para recolocar el mobiliario e instrucciones precisas de no molestar a papá.
Pero de terco a terco, se sacó nuevamente el mobiliario y nos mudamos a Villa, frente al parque Julia Molina.
Tenía yo nueve años, más o menos y recuerdo que usualmente almorzábamos con la puerta abierta, quizá para tener más fresco, por lo que desde el parque se nos podía ver. Un mediodía se nos acercó un niño diciendo “tengo hambre”. Por supuesto le dimos de comer. Papá decidió que viniera todos los días.
Entonces se me ocurrió poner una pequeña fonda para niños pobres en el amplio callejón que daba a un lado de la casa. Se servía comida en platos de chocolate a dos pesos. El menú era prácticamente el mismo cada día: un par de albóndigas con moro de habichuelas… a veces, una que otra fritura. El presupuesto era obviamente corto y las quejas no tardaron: “¡Otra vez la misma vaina!” -decían. La cocinera estaba con el grito al cielo: “¡Malagradecíos… comía regalá y protestando!”. Cuando papá se enteró de las quejas, chilló parte de su repertorio de insultos y prohibió la vigencia de la pequeña fonda. Quedó solamente el negrito Nicolá, ahora aprendiz de tipógrafo y ayudante de doña Paca, señora española recién llegada entre los refugiados que Trujillo acogió en tiempos de la guerra civil que desangraba España. Paca era lavandera profesional y reformó el tratamiento que se daba a los trapos grasientos y a las descuidadas camisas de mi padre. Nicolá se introdujo en un área de pulcritudes que lo llevó a ser camarero de un distinguido abogado. Y continuó ascendiendo. Logró instalar un modesto restaurante que ofrecía “tapas” y ocasionalmente se aventuraba con platos más complejos.
Ahora era un pretencioso hombre de negocios, a pesar de que Paca le había insistido en que en los progresos no se salta.
Hoy está preso en la cárcel por estafa.