«Los centros comerciales deben proporcionar el lugar y la oportunidad necesarios para participar en la vida comunitaria moderna como en el antiguo Ágora griego, el Mercado Medieval y nuestros parques urbanos en el pasado reciente”
Víctor Gruen, Arquitecto creador de los “Shopping Malls”.
Los primeros centros comerciales de la modernidad llegaron al Santo Domingo de los ochenta del siglo XX, con sus grandes pasillos y vitrinas-escaparates de exhibición de artículos de consumo, usualmente ropas y calzados, igual llegaron con sus cines y puestos de alimentos de comida ligera, convirtiéndose rápidamente en el centro del entretenimiento de los jóvenes de las clases medias urbanas de la posguerra de abril. Con ellos llego la privatización de la vida común, el encierro de la sensación de colectivo en un mar etéreo de banalidades emocionales y transaccionales.
Triunfa el Homo economicus, cuya prioridad es el beneficio particular a través de la racionalización competitiva de sus relaciones con el otro. Muta la polis griega de lugar de ciudadanos a lugar de transeúntes. Santo Domingo se convierte en sus verjas y alarmas y sus clases privilegiadas se abren al mundo “global” mientras se en sus guetos de consumo local. Se instala la generación de “cada uno en lo suyo y para lo suyo” y las clases periféricas crecen al ritmo de la precariedad laboral y las migajas que ofrece el Estado secuestrado por la nueva casta morada gobernante, ansiosa por replicar a sus antecesores políticos.
El (neo) peledeísmo digital y “pos” moderno en control de la vida pública nacional, trajo consigo en una maleta la eficiencia en lugar de la conciencia, el desarrollo centrado en acumular y financiar en el lugar de humanizar y educar, el discurso formalista en lugar del fondo institucional, cargando de espejismos el ser social dominicano. Se fractura la identidad colectiva y se enajena de la ciudadanía a las mayorías llamadas a construir y administrar democracia como poder del pueblo, instrumento de su destino. Han sido arquitectos de la masificación del espectáculo de la nada, el vacío del entretenimiento virtual y audiovisual y la vacuidad del sentido común. Hasta la plaza de la bandera de estos días.
Esa plaza que es consecuencia de una cadena histórica de movimientos de jóvenes de las clases medias urbanas, que desde la primera década de este siglo, han estado buscando espacios de oxígeno común para reivindicar derechos, sean estos de educación, medio ambiente, género e identidad sexual. La plaza ha servido sobre todo para calmar la ansiedad de pertenecer, más allá de los circuitos comerciales y familiares en el que están encerrados, por unos padres, que se resignaron a un modelo de sociedad donde se han limitado a ser consumidores de los imperativos culturales globales como correa de transmisión de nuestras élites políticas y económicas.
La plaza hoy interpela el modelo de convivencia y pertenencia, utilizando como puente un episodio electoral fracasado. La plaza cuestiona y protesta contra un estilo de vivir y ser, combate unas formas institucionales torpes, mediocres y castradoras de la democracia auténtica. La plaza suena cacerolas y expande la música por toda la ciudad en una partitura de comunidad como hacia años no veía y sentía el país.
En la plaza se ejerce la libertad colectiva sin prisiones burocráticas o entramados cómplices de ventajas sociales o comerciales. Se vuelve el “mall” de los que quieren pasearse por las vitrinas de la democracia, una utopía temporal de consumo de sentires y saberes compartidos sin mediaciones de corrupción o sabotajes mediáticos.
¿Cuánto durará el alucinógeno colectivo de la plaza?
Depende del límite de la tarjeta de crédito disponible para invertir tiempo y entusiasmo en el interés público. El “mall” de la democracia es rentable si sus clientes comprenden quienes son, hacia donde van y que instituciones eliminar, preservar o crear.
¿Cómo quiere la democracia?, ¿En uber o en glovo?,
Al final no importa el medio ni la velocidad de entrega, lo relevante es el despertar de la conciencia colectiva, que esta vez sea para siempre y cómo decía una pancarta “Estamos escribiendo historia para los libros de ciencias sociales del futuro”. Que así sea.