Unas veces me siento
como pobre colina
y otras como montaña
de cumbres repetidas.
Unas veces me siento
como un acantilado
y en otras como un cielo
azul pero lejano.
A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas.
Pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde
te acerques y te mires,
te mires al mirarme. Mario Benedetti
El encierro obligado continuaba. Mientras esperaba tranquila y pacientemente que las horas pasaran para poder agotar el día. En medio de las visitas de los médicos de planta, las enfermeras y mi médico de cabecera, aproveché el tiempo sin tiempo para pensar sobre la existencia humana.
A veces imaginamos que somos imprescindibles, algo así como especie de demiurgo, que somos el principio y el fin de la vida y de la historia. Lamentablemente no es así. Tú, yo, cualquiera de nosotros, de los que leen este Encuentro, somos uno más del inmenso universo, un hijo más de la Madre Tierra.Somos seres únicos, es cierto. Irrepetibles, también. Pero somos vulnerables, finitos, conviviendo en el mar de otros seres, que sueñan y luchan como tú.
Mientras reflexionaba, pensaba que en otras habitaciones estaban otras personas que tenían otros padecimientos, que vivían esas largas horas de soledad obligada. Padecer una enfermedad, además de dolorosa, te muestra cruelmente, te enseña de forma abrupta que eres un ser vulnerable y frágil. Te das cuenta también, que hay momentos en que la voluntad no ayuda, que a veces es doblegada, sin compasión, por las circunstancias.
En esos momentos de soledad obligada, de eterno silencio, de agendas inexistentes, te das cuenta, tomas conciencia de tu propia vulnerabilidad. Y en ese instante, te asumes sencillamente, como un ser humano. Aprendes, a fuerza de desventuras, que debes escuchar las señales del cuerpo y de los tiempos.
Detenida la vida, doblegada por la enfermedad, te sometes sumisamente al vaivén de los médicos, te haces una presa de sus decisiones. Entonces, en ese instante de debilidad absoluta, de fragilidad total, valoras lo realmente importante: tu familia, tus amigos y tus principios.
En el silencio y soledad obligada, miras tu vida. Y después de pensar y pensar, asumes que el triunfo profesional es solo una circunstancia, un estímulo para caminar. Los que te adulan porque ocupas un cargo, son solo pirañas, no tus amigos. Los que te buscan por lo que representas, son seres circunstanciales en tu existencia.
Hoy miércoles 12 de septiembre del 2018 me abrieron de nuevo las cortinas de la ventana de la habitación y por sus calles contemplé pasiva la vida pasar. La gente caminando con prisa, los carros con sus bocinas alocadas, los transeúntes yendo a todas partes y a cualquier parte. Y yo aquí impasible mirando el discurrir la vida, su rutina y sus presiones. Y recordé que yo también formaba parte de esa vorágine existencial, pendiente del reloj, del cumplimiento de tareas y la búsqueda sin fin de objetivos prefijados. Y desde mi ventana en la clínica, me doy cuenta que siendo parte activa o no de ese movimiento cotidiano, el día transcurría sin mí.
Decidí entonces mirar al cielo. Interpretar a las nubes, admirar el azul intenso de este Caribe tropical que nos agobia con su calor. Disfruté en silencio el espectáculo maravilloso y gratuito que me regalaba el día.
Acostada en mi refugio obligado pensé en la vanidad. Influenciada quizás por las propagandas, a veces me extremo y compro cosas. Me encanta adornarme. En estos días solo he vestido pijamas cómodas y sencillas. Y me pregunto ¿vale la pena acumular tanto?¿Para qué sirve tener tantas cosas? Las mujeres, a veces nos dejamos llevar por la moda y la vanidad, olvidando lo más importante. Quizás cambie cuando salga y me sumerja de nuevo en la vorágine existencial. Pero no, me he hecho la promesa de bajar el ritmo, de disfrutar lo nimio, de vivir sin prisas.
Después de escribir estas notas dispersas, decidí abandonarme. Me acosté de nuevo en la cama de posición. Cerré los ojos, y sin darme cuenta, me dormí. Al abrirlos el cielo se había oscurecido. Comenzaba la noche. Las luces de la avenida se habían encendido. Los autos de nuevo se apoderaron de las vías, iban apresurados por retornar a sus hogares. Y así, en el silencio de mi encierro transcurrieron las horas, un tiempo que, en ese particular momento de mi vida, se había detenido.
Al oscurecer, trajeron la cena insulsa que acostumbran a dar en las clínicas. Llegaron mis hijos, mi marido y algunos de mis hermanos a hacerme compañía. El bullicio llenó la habitación. Se habló de todo: política, economía, crisis moral…. Unas horas después las visitas cesaron. La habitación se quedó en silencio, con la dulce compañía de Samira, mi ama de llaves, mi brazo derecho en el hogar. Encendimos la televisión para ver algún programa interesante. Una tarea inútil. Priman los programas de crímenes y de los policías. No estaba en ánimo de ver esas cosas.
De repente, y sin darme cuenta, llegó la noche. La oscuridad se apoderó de todo. Y yo vuelvo a mi larga tarea de llamar a Morfeo. En el intento de dormirme, recorro en mi mente las horas de mi día. Al constatar mi realidad, me aferro de nuevo a la esperanza de tener mejores días.