Indudablemente, el último discurso de Luis Abinader constituye el más importante discurso de un jefe de Estado alguno en las últimas décadas.
Lo es, no solo por el contenido de esa pieza sino porque lo hace en un contexto de su mandato signado por las acciones concretas de un Ministerio Público que, en esencia, da muestra de independencia, que a pesar del deseo/presiones de propios y ajenos, Abinader reitera su compromiso de mantenerla y ampliarla.
El discurso expresa una voluntad de reformas para adecentar la administración pública que nos pondría a tono con una demanda que es mundial, y que es imprescindible para la institucionalización del país. No obstante, resultan indispensables otras reformas en el orden social para que esta sea sostenible.
Es comprensible que todo proceso de cambio, generalmente, debe realizarse teniendo presente el principio de la gradualidad, que este es como un rompecabezas en el cual la colocación de las piezas obedece a cierta lógica, pues a veces la colocación previa de una resulta indispensable para colocar la siguiente.
El proceso de reformas se ha iniciado por el proceso de la independencia de la Justicia y por la introducción de medidas que hagan más transparente la gestión de lo público. Pero, es ostensible una cierta tendencia de la gente a limitar sus expectativas de cambios en esos temas. Básicamente en el deseo de cárcel para todo aquel que haya robado los dineros públicos.
Sin embargo, así como no basta un largo periodo de crecimiento económico y de estabilidad política para que un país se desarrolle, tampoco basta un Ministerio Público independiente y la transparencia en el manejo de la cosa pública para promover la calidad de la cotidianidad de la gente ni la inclusión social.
Para eso, aquí se requieren reformas de profundo calado en el ámbito social, político y económico y eso significa tener una concepción del poder donde la preservación y potenciación de lo público sea una de sus prioridades. Eso lleva a enfrentar esa cultura de algunos sectores empresariales expresada en una voracidad que los lleva a ver lo público solo como una oportunidad para potenciar sus patrimonios.
El programa de este Gobierno centra el territorio como lugar de las transformaciones imprescindibles para el cambio. Pero territorio no es una palabra huera, es concretamente el lugar donde la gente tiene la oportunidad de mejorar su vida si tiene acceso a los bienes, servicios y atributos que este contiene.
Sabemos que alrededor del 85% del suelo (urbano y agrícola) pertenece al 15% de la población, vale decir, que el 85% de la población dominicana es propietaria solo 15% del suelo patrio.
Eso obliga, si queremos cambios, a una imprescindible reforma y Ley del Suelo o de recuperación de plusvalía que, en las áreas urbanas limite la especulación del suelo/vivienda y permita mejores condiciones a esa mayoría para un justo acceso esos bienes.
Es clave eliminar el caos del transporte y movilidad en el Gran Santo Domingo, Santiago y San Cristóbal, pero eso es insostenible sin potenciar el transporte público y con esa mayoría de sus habitantes excluidos del bien suelo/vivienda.
En tal sentido, son necesarias leyes que establezcan una política urbana de carácter nacional, un nuevo marco competencial del régimen municipal, una promoción del desarrollo local, un nuevo régimen de provincias y regiones, etc. En la conciencia, exigencia y materialización de esas reformas descansa la real posibilidad del cambio.