No es de ahora que a muchos nos interesa y preocupa el lamentable estado del debido proceso en nuestro país. Como prueba transcribo a continuación parcialmente mi columna en el periódico Hoy (22 de septiembre de 2005):
La República Dominicana dio un salto dialéctico al aprobar y poner en vigor el Código Procesal Penal que derogó el anacrónico Código de Procedimiento Criminal. Tras toda una vida republicana caracterizada por un desfase entre el modelo acusatorio y garantista plasmado en la Constitución de 1844 y el modelo inquisitorio y autoritario de la legislación procesal adjetiva, los dominicanos decidimos hacer realidad uno de los más viejos ideales del Estado de Derecho: la existencia de una justicia penal pública, imparcial, oral, contradictoria, rápida y basada en la presunción de inocencia.
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El impacto de la nueva legislación no tardó en hacerse sentir. La rapidez de los procesos, el rediseño de las salas de audiencia que eliminó el infame banquillo de los acusados y equiparó arquitectónicamente a las partes en el proceso, y el control judicial de las medidas de coerción sobre los imputados son todas consecuencias positivas del nuevo régimen procesal penal. Sin embargo, el influjo de una perniciosa cultura jurídica inquisitorial y ritual y la resistencia de los poderes a la nueva legislación han condicionado la vigencia efectiva de muchas de las disposiciones del CPP.
Para muestra basta un botón. Comenzando por la imposición de las medidas de coerción. Ya sabemos que el CPP no solo ha sometido a control judicial la imposición de las mismas, sino que ha consagrado todo un menú de opciones de coerción que van desde la presentación de garantías económicas y la obligación de presentarse a juez periódicamente hasta la prisión preventiva. Sin embargo, lo que vemos en la práctica judicial que sufrimos todos los días es que tanto el Ministerio Público como los jueces solo saben solicitar y establecer la prisión preventiva como medida de coerción. Peor aún, a pesar de que el CPP es claro en cuanto a que tales medidas solo proceden si y solo si existen elementos de pruebas suficientes, hay peligro de fuga y la infracción está reprimida con pena privativa de libertad, los jueces acostumbran a despacharse con resoluciones que imponen medidas de coerción, sin estar reunidas todas y cada una de estas circunstancias o no estar configuradas conforme la descripción que el propio CPP ofrece.
Este ejemplo evidencia que la cultura procesal inquisitorial está erosionando, en las propias narices de la Suprema Corte de Justicia y de la sociedad civil que ha impulsado la reforma procesal penal, los precarios logros que, para la libertad, el debido proceso y el Estado de Derecho conquistó el CPP. Si no se produce una reacción jurisprudencial rápida frente a esta lamentable evolución, en pocos años estaremos en iguales o peores condiciones que cuando intervino la reforma. Porque, como bien lo saben los abogados de todos los tiempos, una norma jurídica perfectamente válida es irrelevante cuando no es socialmente efectiva. Y aquí, como en muchas áreas de nuestro Derecho, el ser está eliminando el deber ser al extremo de que ya comienza a exigirse no lo que es debido sino lo que fácticamente imponen los poderes penales salvajes.
¡No tanto ha cambiado de 2005 a 2024!