Repensar la universidad: La reforma

Repensar la universidad: La reforma

Reformar no es lo mismo que transformar. Reformar es mejorar o innovar algo mediante un proceso gradual. Transformar es cambiar algo o a alguien en su forma y esencia: transmutarlo. No puede haber a la vez reforma y transformación. O una u otra. De ahí que el título de “Comisión de reforma y transformación universitaria” sea un título algo pretencioso, pomposo. Habría que ser más modesto.

La reforma que requiere con urgencia la universidad del Estado dominicano es una reforma profunda y total, integral, no una reforma cosmética, mucho menos una simple declaración de propósitos o intenciones. Una reforma distinta a la de ayer – necesaria en su momento y aún hoy evocada con nostalgia- para una sociedad y un mundo completamente distintos, más complejos y contradictorios que los de los años sesenta y setenta. Una reforma estructural, no coyuntural, que debe pensarse y aplicarse a distintos niveles y abarcar cuatro grandes aspectos: la reforma académica, la reforma jurídica (estatutaria-reglamentaria), la reforma administrativa y la reforma ética. Una reforma para mejorar, no para simular; para cambiar las cosas, no para dejarlas tal cual están; para innovar y reinventar, no para seguir cómodamente instalados en el actual estado de cosas. Una reforma verdadera, real, no un traje hecho a la medida de grupos de privilegiados que solo aspiran a perpetuarse en sus cómodos cargos electivos o designados.

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La reforma universitaria no debe ser la reforma de los ambiciosos reeleccionistas, ni tampoco la de los simples antirreeleccionistas. Debe ser la reforma de los innovadores, de los nuevos “renovadores”, de los “reinventores” de la academia. Y dado que, de momento, no se puede hablar de “transformación”, lo único realmente posible de hacer es una reforma. Principio de innovación y garantía de renovación interna, gradual, pero no de cambio radical.

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La primera condición para reformar la academia es permanecer en ella, puesto que solo se la puede reformar desde adentro y desde abajo, ya que no desde afuera ni desde arriba. La segunda: ella debe asumir la crítica honesta y sincera de sus propios males, taras y vicios, haciendo de la crítica de sí misma el principio fundamental de todo proyecto de reforma. La tercera: debe haber una voluntad de reforma auténtica, no fingida, nacida desde adentro y desde abajo, no desde afuera ni desde arriba, y se debe expresar de forma libre y abierta.

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En la universidad del Estado la campaña electoral imita y reproduce todos los vicios y males de las campañas electorales de los partidos políticos. Empezando por el hecho de convertir un asunto interno y local -la elección de las futuras autoridades universitarias- en un tema de agenda nacional. La partidocracia se ha filtrado en la universidad primada. El clientelismo político la ha infestado y hecho estragos en ella. En campaña siempre, todo el año, los cuatro años que dura una gestión rectoral, la lucha es tenaz, inclemente; la busca de los votos para ganar los cargos electivos es afanosa y extenuante; el afán del “académico” por escalar, por ascender en la escala económica y social no tiene respiro, ni conoce tregua. En tiempos de elecciones el campus universitario se convierte en campo de batalla. Hay un francotirador en cada esquina, física o virtual. Los chats “académicos” se convierten en pelotones de fusilamiento moral. La libertad de expresión degenera en libertad de difamación. Los candidatos se enfrentan por puestos como los peores enemigos y se prestan a campañas sucias de descrédito contra sus propios colegas. No hay compasión ni tregua. El otro es el enemigo por destruir a cualquier precio y por cualquier medio al alcance, y todo esto en nombre de la “democracia universitaria”. Mientras tanto, ensimismados y ajenos a la “vida institucional”, los estudiantes ni se enteran de lo que ocurre en su propio entorno, ignorando el espectáculo de mal gusto, cada vez más deplorable y degradante, que montan sus maestros.

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¿Quién se acuerda del informe Richardson? ¿Quién lo menciona? ¿Quién lo cita? ¿Quién lo reivindica en medio de alguna de las tantas reuniones políticas o gremiales? Nadie, ni siquiera los más entusiastas reformadores del momento.

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Anquilosada, anquilosante, la antigua institución universitaria debe ser repensada a la luz de los nuevos tiempos y de las demandas imperiosas del presente, pero sobre todo a partir de su propia realidad interna. Es preciso repensar la academia en su verdadera naturaleza y función, repensarla de arriba abajo, a fondo y en serio, sin retórica vacía, sin demagogia ni populismo, sin fórmulas preconcebidas. Repensarla para reinventarla, para reinventarnos con ella.

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La universidad que ni agradece favores ni guarda rencores es hoy un ente indiferente y apático, que intenta exhibir con orgullo sus casi cinco siglos de historia; un organismo anquilosado y anquilosante que se resiste a cambiar, a innovar, a reinventarse; que prefiere el inmovilismo al cambio, la continuidad de los males a la corrección puntual, la impunidad al régimen de consecuencias, la zona de confort a la incómoda reflexión autocrítica. Análoga en un mundo digital, politizada hasta el tuétano, ha renunciado a toda actitud de crítica de sí misma y a cualquier sentimiento de rebeldía filosófica, dócil a la política y los políticos, sumisa a los Gobiernos de turno. Evocando una y otra vez un pasado esplendor y una gloria de siglos que solo le sirven para eludir los retos del presente, retada por la época, vive atrapada entre la inercia y la urgencia de cambio. Tristemente, la universidad sigue siendo un espacio más para la simulación, un actor más del gran simulacro de progreso y desarrollo de la sociedad dominicana.

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