En esta ocasión no hubo palmas ni bendición. El inicio de la Semana Santa fue sobrio, silencioso, el hosanna que acompañó la entrada de Jesús a Jerusalén fue murmullo, como los actos de contrición. Continuó la semana con dolor y silencio. Templos cerrados, rituales truncos. La comunidad agnóstica, atea, cristiana, a la espera de un mensaje capaz de calmar un instante el sufrimiento o ratificar la esperanza. Creyentes y profanos alrededor del planeta asumen la existencia de la alegoría. Conmemoraciones emblemáticas de la pasión, muerte y resurrección de Cristo motivaban la presencia en diferentes ciudades de curiosos y religiosos que se trasladaban para recordar el sacrificio. Desde la quema de Judas, los latigazos en la plaza pública, los ayunos, la semana santa sevillana, a cargo de las cofradías que comenzaban el Viernes de Dolores a ocupar rincones y callejas. Mezcla de veneración y desparpajo. Esta vez,el virus se interpuso, la conmemoración ha sido íntima. La humanidad está postrada, indefensa. Como expresó el sacerdote Raniero Cantalamessa, el Viernes Santo: “la pandemia nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia.”
En este tiempo, cuando el protagonismo lo tienen la vulnerabilidad, el desconcierto y la muerte, la gente más que vencida, asustada, busca respuestas y quiere encontrarlas doquiera. El liderazgo científico, político, religioso, espiritual, tiene la encomienda. La Semana Santa continuó su decurso lúgubre, con el recuento de víctimas y el relato de la desesperación. Con la desobediencia y el desorden en las calles nuestras y también sumó el empeño denodado de quienes dedican 20 horas diarias para tratar de mitigar la tragedia y buscan soluciones que la vileza no reconoce. El día 9, Jueves Santo, el inventario fúnebre fue terrible, con la ciudad emblemática del esplendor y la bonanza occidental, sumida en el dolor, envuelta en luto. Nueva York convertida en necrópolis, con fosas interminables para recibir cadáveres innominados, derrotados por el virus que atormenta a la ciencia y al poder, a esa omnipotencia que menciona Cantalamessa. La inquietud aumentó el día del lavatorio de los pies y la santa cena y la evocación del que fuera director de este periódico, hasta su muerte -2008-, Mario Álvarez Dugan – Don Cuchito- se hizo presente. Y, como existen los caprichos del azar que trastocan designios, alteran decisiones, modifican objetivos. Casualidades que asombran y enseñan, 9 de abril es la fecha de su nacimiento. La coincidencia permitió recordar, en esta atípica celebración, la ocurrencia que tuvo en la década de los 90 del siglo pasado. Provocador, creativo, respetuoso como ninguno, decidió que el comentario de las siete frases pronunciadas por Jesús antes de morir, mientras padecía el martirio de la crucifixión, estuviera a cargo de laicos, de ciudadanos comunes y corrientes, colaboradores y columnistas del diario. La ocurrencia fue vista con ojeriza por algunos sectores sujetos al dogma. Era la época de la jerarquía católica erudita, apegada al derecho canónico. Clero de homilías y oratoria, lejos de consignas pedestres y panfletarias. Soberbios e intransigentes, elocuentes y conocedores de su incidencia y de la mejor manera de hacerse respetar. La indiferencia no era posible, la locuacidad atraía, aunque se rechazara el discurso y la manera de imponerse. La idea de don Cuchito se convirtió en tradición y desde entonces, cada año, el HOY ha publicado la glosa profana de las palabras pronunciadas en la cruz. Repasando algunas resultan más piadosas que las atribuidas a los encargados de transmitir ahora y aquí el mensaje de paz, solidaridad, perdón, alivio para la aflicción, predicado por el rabí de Galilea. Ahondar en la llaga es inoportuno cuando todos padecemos como si los clavos nos hirieran y el costado estuviera sangrante. Restregar males legendarios, desechar la calamidad sin ofrecer consuelo es decepcionante y perverso. Semeja la reacción al reclamo contenido en la Quinta Palabra “tengo sed” y recibir vinagre para calmarla. El momento no es para condenas es para rescatar la esperanza e intentar la resurrección de la fe.