Lo que vive ahora Israel es el sueño húmedo de todo populista constitucional y quizás hasta de algún ultra radical constitucionalista popular, demostrando una vez más que no es lo mismo llamar teóricamente antimayoritario al poder judicial que ver llegar en la realidad una justicia sometida a la dictadura de la mayoría: pese a las masivas y continuas protestas populares, se ha aprobado el pasado miércoles en la Knéset -la asamblea legislativa israelí- en primera lectura -pendiente de dos más- un proyecto de ley que permitiría a la mayoría parlamentaria introducir una cláusula de anulación en las leyes en virtud de la cual estas leyes serán válidas aún sean declaradas inconstitucionales por la Suprema Corte.
La reforma avanzada por el Gobierno israelí pretende cambiar también el modo de designación de los jueces supremos que son nombrados por el protocolar presidente en base a la propuesta de un comité de selección judicial compuesto por nueve miembros, de los cuales dos provienen del poder ejecutivo, dos del poder legislativo, dos de la barra de abogados, y tres jueces de la Suprema Corte, de modo que este comité sea compuesto mayoritariamente por miembros del parlamento, a fin de poder cooptar políticamente el proceso de la designación de jueces.
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Se despojaría también a los tribunales de su poder para revisar las decisiones administrativas consideradas irrazonables, mecanismo clave para la sumisión de la Administración a Derecho mediante el control jurisdiccional y la responsabilidad administrativa y cuyo eventual cercenamiento ya ha espantado a inversionistas extranjeros, calificadores de riesgos y hasta los propios presidentes Biden y Macron, quienes han criticado fuertemente los cambios propuestos que consideran alejan a Israel del concierto de naciones democráticas y con Estados de derecho.
A pesar de que Israel, junto con Gran Bretaña y Nueva Zelandia, es de los pocos países que carecen de Constitución formal y escrita, lo cierto es que la Suprema Corte israelí ha afirmado que las “leyes fundamentales”, como es el caso de la “Ley Fundamental: Dignidad humana y libertad”, una de las más importantes aprobadas por la Knéset, tienen un carácter supralegal en virtud de la “revolución constitucional” iniciada por el juez supremo Aaron Barak en los años 90, lo que permite utilizarlas como parámetro para analizar la validez sustancial de las leyes ordinarias y los demás actos estatales.
Lógicamente, Israel ni tiene la cultura política, constitucional e institucional de Gran Bretaña -que puede darse el lujo de prescindir de una Constitución escrita- ni tampoco su sistema de control del poder mediante los contrapesos propios de un sistema bicameral ni mucho menos está sometido a la jurisdicción de un tribunal regional de derechos humanos. El único verdadero contrapeso lo ha constituido en Israel hasta el presente el control jurisdiccional de los actos estatales, inspirado en el modelo británico, y la invención jurisprudencial de un bloque de constitucionalidad que va más allá de la simple creación pretoriana del judicial review en Estados Unidos.
Se busca en Israel instaurar un “Derecho Constitucional autoritario-populista” (José Ignacio Hernández), mediante lo que Kelsen considera “una revolución, en el sentido amplio de la palabra, que abarca también el golpe de Estado”, es decir, “toda modificación no legítima de la Constitución –es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales–, o su remplazo por otra”.