Golpeados severamente por la peste africana que diezmó sus granjas y disparó precios por escasez, los productores nacionales están puestos en jaque por una libre importación en curso y tolerada por las autoridades para combatir las alzas, un arma de doble filo que se lleva de paro a un sector pecuario competente, a pesar de todo, e imprescindible para la seguridad alimentaria.
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Si la traída de fuera de carne de cerdo es un recurso para estabilizar el mercado, debe ser aplicado con sentido de equilibrio: ni tanto que quiebre al proveedor local; ni tan insuficiente que genere permanencia a la carestía para el consumidor hasta más allá de Navidad… y cuidado. Un desplome total sería el acabose. El renglón porcino dominicano está en aprietos con riesgos a mediano plazo para los capitales en juego y mermas en la generación de empleos directos y sus colaterales.
Una industria al servicio de la tradición criolla que ha crecido con técnicas modernas y suficiencia de instalaciones para atender a plenitud la demanda interna movida por una preferencia irreductible de los dominicanos por el chicharrón, los lechones y el pernil. El país tiene ventajas comparativas en costos de producción y los porcicultores solo necesitan tiempo para reponerse del estrago por un virus, azarosa circunstancia que arrasó crianzas sin daños para costosas infraestructuras que vuelven gradualmente a la normalidad como ya ocurrió antes por una embestida infecciosa muy similar.