POR MANUEL RAMÓN MOREL CERDA
(y 2)
En aquella vía polvorienta de Santiago, única de acceso a la ciudad Capital, por donde circulaban desde los Fords de Palitos hasta arrieros con sus ganados, y por donde también transitaban los lujosos carros de Trujillo, precedidos de sus aparatosos franqueadores, dos familias sufrían un suplicio incalificable:
La familia Cerda Anico y la Feliz Pepín, siendo esta última, residencia de la eminente educadora Ercilia Pepín y su sobrino, el joven Hostos Guaroa Féliz Pepín, uno de los implicados en la fallida trama libertaria. Pero, particularmente, para la familia Cerda el calvario, cual escena dantesca, no tendría fin, a partir de aquel 30 de marzo y se continuaría hasta después de la prisión y muerte de Rigoberto, años más tarde. A todo esto se añadía el alejamiento de amigos y familiares por temor a represalias del régimen.
Aproximadamente dos meses después del 16 de mayo de 1934, se desataron la furias del averno y en redada que peinó a Santiago y a la ciudad Capital, principal pero no únicamente, fueron apresadas más de un centenar de personas y llevadas a la cárcel de Boca de Nigua, remedo de la Isla del Diablo, lugar en el cual mataron a palos al General Daniel Ariza y torturaron salvajemente a los demás conjurados hasta arrancarles confesiones de lo que habían hecho o de lo que pensaban hacer, y quizás hasta de lo que habían soñado.
Los padecimientos bárbaros que hicieron pasar a Rigoberto, harían recordar las atrocidades de la edad media: como él no había querido hablar, lo dejaron días y noches golpeado inmisericordemente y de manera indefinida a la intemperie. Me relataba el doctor Jiménez Grullón, recluido también en aquella ergástula, que se acercó a Rigoberto estando en el patio de aquel infierno carcelario y le dijo: Rigo, confiesa, declara ya, igual todo se sabe y todo el mundo ha declarado, menos tú. Aquellas palabras posiblemente influyeron en aquel espíritu aguerrido, que se encontraba muy maltrecho físicamente. Y así, aparecen en la recopilación de interrogatorios y sumarios intitulado Dos Procesos, del relator oficial doctor Miguel Angel González Rodríguez, unas declaraciones atribuidas a un Rigoberto, que se encontraba en estado semiconsciente, y se supone cómo fueron empatadas y remendadas para que parecieran coherentes.
Esta prisión y la farsa de juicio que le subsiguió durarían un año y medio aproximadamente.
En cualquier país medianamente civilizado, incluso de aquellos tiempos, hubiera sido impensable abrirle juicio a un solo ciudadano y mucho menos a un centenar por haber ideado o planificado matar a Trujillo (es lo que se denomina la fase de la concepción), a la que no subsiguió la etapa de los actos preparatorios, ni mucho menos el principio de ejecución. Pero, por supuesto, sí en esta selva llamada erróneamente República, en la cual los periódicos de la época: Listín Diario y La Opinión callaron este acontecimiento, aún cuando estas barbaridades se producían como el pan nuestro de cada día.
Como referente histórico comparativo, se recuerda el caso de aquel francotirador aislado que fue sorprendido y apresado apostado con las armas en las manos esperando el paso del dictador fascista Benito Mussolini. Como este hombre había llegado a la fase de los actos preparativos, no así al principio de ejecución, fue exculpado por la doctrina y los grandes tratadistas italianos de Derecho Penal, quienes lo consideraron no pasible de incriminación alguna.
Pero volviendo a nuestro relato, tras ese tortuoso trajinar, Rigoberto regresaría a los suyos, pero la persecución y el acoso se volvieron cada vez más agresivos contra toda la familia, guarecida en su hogar de Nibaje-Marilópez, conocida como la avenida Duarte, hasta que un día, vencido por la desesperación y su obsesión de salvar a la familia, partió en horas de la madrugada rumbo a la Capital y una vez allí, Pompilio Brower le aseguraría que en esta ciudad no había persecución política contra los antitrujillistas, palabras que no hicieron del todo disuadir a Rigoberto de su propósito de abandonar el país rumbo a Curazao, bajo el amparo del negativa del religioso.
Rigoberto se quedaba aquí, en la Capital, en un pequeño hotel de la calle Palo Hincado, cercano al Parque Independencia, y una noche, lejos de imaginar que lo venían siguiendo desde Santiago, se fue caminando hasta el Parque Colón, lugar donde se encontró con un compueblano amigo, Antonio Viñas (Toño), y estando ambos sentados en un banco de aquel sitio, se apareció Miguel Paulino con sus bandoleros de la 42 -grupo que tenía patente de corso para asesinar personas-, y este esbirro, cauta y cuidadosamente, se fue acercando a Rigoberto, hasta percatarse que estaba desarmado, procediendo a ponerlo bajo arresto y conduciéndolo hasta la Fortaleza Ozama.
Después del ajusticiamiento del tirano, me tocó la oportunidad de interrogar al matón Feliz W. Bernardino y éste, que se encontraba a la sazón detenido en dicha fortaleza por homicidio, me declaró: Yo estaba allá cuando llevaron a Rigoberto, que no se cansaba de proferir insultos contra el jefe y el gobierno. Yo le hacía señas de que se callara, pero no me hizo caso. Estaba encolerizado. Me di cuenta que horas después, en la madrugada, se lo llevaron de allí, ignorando yo adonde lo llevaron. Esa fue la hora postrera para él, pero su familia viviría angustiada y temerosa por un tiempo más largo, sin noticias de su deudo, ni de la fuerte suma de dinero que llevaba consigo. Después de mucho padecimiento y dolor, su madre Francisca Anico Vda. Cerda, se haría acompañar de su hija Dolores, y se apersonaría donde el entonces Coronel Ludovino Fernández, comandante de la Plaza Militar de Santiago y lo sorprendería con estas expresiones: Ustedes mataron a mi hijo porque estaba metido en lo que estaba, pero ahora también quieren matar a mis hijos José Ramón y Luis María, que no estaban metidos en nada.
El coronel Fernández reaccionaría con inusitada gentileza, ordenando que condujesen a las desconsoladas damas en su propio carro de vuelta al hogar y retirando el cerco que habían tendido sobre aquella casa. Hubo un respiro de alivio, pero el cadáver de Rigoberto no apareció jamás.
Aunque hubiera sido demasiado pedir a los cobardes asesinos que le privaron de su vida sin ofrecerle la menor oportunidad de un combate cuerpo a cuerpo, en igualdad de condiciones, como hacen los hombres de verdad, Rigoberto, desde la parte más afectiva de su personalidad, quizás se hubiese despedido de familiares y amigos a la manera del inmortal Miguel de Cervantes y Saavedra, el genial autor de El Quijote. En el prólogo de su última obra, Persiles, el eminente Manco de Lepanto, ya en lecho de muerte, se despide del mundo literario con estas palabras memorables: Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me estoy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida.
O tal vez, de forma, si se quiere, más trascendente y filosófica, lo habría hecho con los versos de oro de nuestro insigne poeta Fabio Fiallo, en su For Ever cuando hubo de expresar para la eternidad, con la grandilocuente expresión de su estro: Haced en un rincón del cementerio, sin cruz ni mármol, mi postrer asilo, después, ¡oh! mis alegres camaradas, seguid vuestro camino.
De todo lo antes expuesto se colige forzosamente que el olvido y el silencio, igualmente cómplices, junto al desconocimiento de la historia constituyen los elementos que más han contribuido en nuestro país a la instauración de gobiernos tiránicos, dictatoriales, despóticos, o simplemente desconocedores de la Constitución y las Leyes de la República, circunstancias que nos presentan ante los ojos del mundo como ciudadanos incapaces de organizarnos en procura de un Estado de Derecho y respetuoso de la institucionalidad democrática, que propicie el bienestar de todos sus habitantes.
De ahí estas escuálidas páginas, escritas desde el olvido en honor a Rigoberto Cerda Anico.
Santo Domingo, D. N.
1 de octubre de 2007