A Juan Carlos Mieses lo conocía por su poesía y por una pieza de teatro que había leído antes de conocerlo personalmente, hasta que nos conocimos e hicimos amigos, hace más de quince años. Pero siempre tenía el deseo de conocerlo y la esperanza de reconocerlo, producto de una dilatada admiración. Se trata de un escritor despojado de poses intelectuales, armado de una proverbial sencillez y una inusual capacidad más para oír a los demás, que para dejarse escuchar. Es decir, posee el don de la sabiduría, de las personas que, después de tanto viajar y meditar, se nutren de la savia del conocimiento metabolizado, de la contemplación del mundo y de la naturaleza, antes que del saber puramente libresco.
De Mieses podemos decir lo que dijo Octavio Paz sobre Fernando Pessoa: “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”. Así pues, leer sus libros representa la experiencia de lectura de un escritor que ha sabido asimilar muy bien lo leído y mejor aún, lo aprendido. Pese a que es un hombre letrado -pues estudió letras francesas desde muy joven en Francia-, no ha caído en la tentación del totalitarismo del saber ni en la trampa de la erudición estéril para exhibir un conocimiento inútil; ni ha ejercido el terrorismo de la cátedra universitaria, en cambio sí el oficio de la traducción. Tampoco asumió la pose del teórico literario, que apela a su formación académica, ni adoptó una corriente ideológica o estética de la crítica literaria para imponer ningún dogma metodológico u ortodoxia intelectual alguna. Nunca avasalla ni posee ínfula de pedantería ni padece de la estulticia propia del ignorante, que se cree sabio. Y esto lo hace un escritor en estado natural, que ha asumido, con pasión desinteresada, buena conciencia autoral y constancia plena, el oficio de la palabra.
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Curado de afán enciclopédico y de voluntad erudita, ha preferido la vertiente del escritor amante de la sabiduría, el misterio, la naturaleza, la verdad y la belleza del mundo, a la manera de John Keats, el romántico inglés, cuando dijo: “La belleza es verdad”. Es decir, en Juan Carlos Mieses -nacido en El Seibo, en 1947-, brota de sus obras creativas, el aliento clásico de un autor, que escribe con conciencia del arte literario y sin ninguna pretensión de inmortalidad ni búsqueda de fama o de gloria, y esas virtudes lo agigantan, por la ética de su oficio y por la moral de su estilo de vida. Discípulo del poeta y dramaturgo Máximo Avilés Blonda, de donde acaso asimiló la faceta bíblica y el tono épico de su mundo poético.
También amigo y admirador de Franklin Mieses Burgos, del cual tal vez heredó su vertiente hímnica, Juan Carlos Mieses saltó al proscenio de la poesía dominicana cuando obtiene el prestigioso Premio Siboney de Poesía, en dos ocasiones: con «Urbi et Orbi», en 1983 y con «Flagellum Dei», en 1985. En 1987, publica la pieza de teatro «La cruz y el cetro», su pasión juvenil, y en 1992, «Gaia», que había obtenido el Premio de Poesía de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, en 1991. Luego aparecen «Aquí, el Edén», en 1998, «Desde las islas», ganador del Premio Internacional de Poesía Caribeña Nicolás Guillén de Cuba, en 2001, «Dulce et decorum est» y «Oda al Nuevo Mundo. Antología Poética Personal», ambos en 2011, Apocryphus, variaciones en torno al Eclesiastés, en 2013. Incursionó en la novela con «El día de todos», de 2009 y «Las palomas de la guerra», en 2011. En 2015, el Banco Central de la República Dominicana le edita su Obra Poética, titulada «Caminos sobre la mar», y con «Apología de las palabras», ganó el Premio Nacional de Ensayo, en 2013, y «La resurrección del Dr. Blagger y otras narraciones», en 2019, con la que incursiona en el cuento. De modo pues que estamos ante un escritor versátil, versado y sagaz, capaz de navegar en diversas expresiones del lenguaje literario y en diferentes vertientes, facetas y técnicas de la creación y la imaginación verbales.
Poeta de resonancias bíblicas y connotación cósmica, funda, desde una poética metafísica, un mundo mágico-teológico, sin muchos artificios retóricos. Desde la experiencia de la reflexión estética del lenguaje, escribe versos iluminados -o vigilados- por la transparencia, despojados de vericuetos barrocos, y sin las ataduras ideológicas de la poesía social, para crear una obra de tono intimista. A ratos semeja una poesía esencialista, en la que sobresale menos la elocuencia lírica que las ideas y las visiones, que brotan de su contemplación serena y meditativa de las cosas, y de hondas raíces espirituales, nutrida de referencias culturales del Lejano y Medio Oriente, y, desde luego, de la tradición judeo-cristiana. De ahí su búsqueda mística de espiritualidad, amor al misterio de la vida y de la muerte, y el afán de eternidad, en su tentativa por hacer comulgar lo cósmico y lo telúrico. Su poesía parece beber en las aguas transparentes de manantiales imaginarios o del mar; o nutrirse de la contemplación mística de la naturaleza y alimentarse de la nostalgia y de la memoria.
Sus viajes de ida y retorno, y sus lecturas reflexivas, han enriquecido su poesía, y hecho más sabia y personal. De ahí que sea difícil encasillarla en una órbita estética. En cambio, busca su propia voz a través de la identidad nacional, en un viaje de búsqueda trascendente de sus raíces ontológicas, espirituales y culturales, sin que obviemos los ecos de la tradición grecolatina (de ahí varios de sus títulos en latín), la poesía simbolista francesa -como la de Paul Valery-, el modernismo de Rubén Darío, o la poesía de Jorge Manrique, Borges, Antonio Machado y Quevedo; igualmente, mitos, personajes y símbolos de la historia antigua y de la clasicidad. Apela a hechos y eventos exóticos, a la manera de los románticos; extrae rentabilidad poética a leyendas sepultadas en la memoria histórica, y de ahí el sabor sagrado y el aire clásico, que encarnan no pocos de sus versos, en los que dialogan dichos mundos, en claves simbólicas, con un pasado egregio y trascendente.
Otra imagen recurrente, que resuena en su imaginación es el mar, así como el paraíso de su infancia, recuperada por una voluntad obsesiva de reivindicación, que transfigura en materia poética. Asimismo, la idea del mito bíblico o génesis de la creación del universo, el mundo adánico, la promesa de eternidad, el tiempo y su conciencia, el espacio sagrado, las intermitencias del sueño, la vida cósmica y la esperanza de la concordia o la comunión entre los hombres y el universo. Convergen, en simbiosis imaginaria, en efecto, el campo y la ciudad, la naturaleza y el mundo, el cielo y la tierra. Mieses funda una catedral de versos de honda sabiduría, sin caer en la tentación del sentimentalismo, de aliento épico, donde los recuerdos y las visiones de la infancia perdida adquieren un notable protagonismo (“El paraíso es la infancia”, dijo Rilke). Sus ecos bíblicos, a modo de salmos, proverbios, cantos, sermones y parábolas, resuenan de modo recurrente en su mundo poético, y, de igual modo, los elementos primigenios de la naturaleza.
Pese a ser un poeta más nocturno que diurno, de lo lunar sobre lo solar, Mieses postula un universo verbal que oscila entre lo telúrico y lo celeste, en el que confluyen lo humano y lo divino, la isla y el mundo. Odas, rapsodias o el diario, como recurso poético, desde una poesía hímnica, de corte whitmaniano, hasta una poesía intelectual, Mieses sorprende al tocar, además, temas sociales, políticos e históricos, sin caer en el panfleto o el manifiesto. En ocasiones, se perciben los ecos de la poesía moral quevedesca. O más bien, el poeta apolíneo sobre el dionisiaco, y, en otras, desde el punto de vista técnico, aparecen poemas de estructura teatral o de arquitectura bíblica. Desde el mito edénico hasta el mito patriótico-nacional de Duarte o Pedro Santana, hasta la reescritura apócrifa del «Libro del Eclesiastés» del Antiguo Testamento, atribuido al sabio Salomón; o la guerra, los héroes y los guerreros como Atila (el flagelo de Dios o «Flagellum Dei») o la poesía histórica, la Ciudad Colonial como telón de fondo, en la que el amor es disipado -atenuado- por la historia y el mundo o por Gaia (la madre tierra), nuestro laureado poeta y escritor ha consagrado su vida a la escritura, el estudio y la contemplación, facetas de donde se nutre su obra literaria. Un rasgo visible, desde el punto de vista procedimental, es el de la enumeración que está en Whitman, Borges y Pessoa -que es más ostensible en Urbi et orbi-, y que acentúa -o enfatiza- el tono invocativo de su poesía, pues en sus primeros libros siempre el yo poético autoral o biográfico se dirige a un tú -o la otredad-, a un hipotético lector: un ser que puede ser el ser amado o el lector imaginario del presente o del futuro -o los lectores de la posteridad.
Para Juan Carlos Mieses la palabra atraviesa, como eje transversal, los géneros y las técnicas, y de ahí que haya cultivado, como pocos autores dominicanos, todos los géneros. Inició como poeta, se cruzó a la acera del teatro, y luego cultiva la escritura novelesca y el ensayo hasta aterrizar en el cuento. Comenzó su vida en el mundo del arte como actor y guionista de teatro, al ser miembro del Teatro Universitario de la UASD, donde además inició sus estudios de derecho. Por su temprana vocación de escritor, se abocó al estudio del francés en la Alianza Francesa, institución que le abrió la posibilidad de marcharse a Francia a estudiar letras francesas para perfeccionar la lengua de Montaigne, Víctor Hugo y Rabelais y beber en la fuente primigenia de su «savoir faire», y así leer a sus autores preferidos, en su lengua originaria. De ahí que, buena parte de sus influencias, provienen de Valery -el último mandarín simbolista-, tanto del poeta como del pensador y del ensayista, que leyó no sin devoción y celebración.
El amigo escritor que se consagra esta noche, al obtener el máximo galardón de las letras nacionales -que me honra ponderar en esta pequeña biografía intelectual de su pensamiento poético y de su obra-, alcanza el reconocimiento del jurado de premiación, pero además, representa para él la coronación de una trayectoria y una de obra literaria, poliédrica y multifacética, cincelada como hija del silencio y la soledad. Y esas virtudes le confieren a su escogencia los valores de la justicia intelectual y la honestidad crítica, y el aplauso de sus lectores. Enhorabuena, Juan Carlos.
El doctor Basilio Belliard es ensayista, poeta, crítico literario.