Sí, 4 de enero

Sí, 4 de enero

Ahora que los ¨asesinos¨ de entonces son honorables difuntos, con altares repletos de ofrendas y promesas cumplidas. Ahora que danzan juntos humillados y ofendidos y aprueban la partitura del oportunismo rapaz, desvergonzado e impune.

Ahora que el suceso, en lugar de tumba, ha sido catapulta y la memoria de Fremio no está para detallar cada episodio correspondiente a las incidencias de aquel 4 de enero. Con pocos testigos, oficiantes advenedizos y el conveniente silencio, procede la viñeta.

Ese día el vecindario fue estremecido. Algo así no podía suceder. A pesar de las vacaciones judiciales, el entorno del Palacio de Justicia era un hervidero, “el gordo” vivía cerca. Conocido y querido en la barriada, prestaba, cambiaba, tenía para disfrutar y repartir. Su madre, Lucía, respetada en cada esquina.

Cómo, por qué, para qué. El murmullo constante, las hipótesis sucesivas. Pasaron las horas y era innegable: Héctor Méndez Báez estaba muerto. Comenzó entonces una demencial temporada de agravios e imputaciones, al margen de las decisiones oficiales correspondientes. La estrategia fue escandalizar, confundir y no juzgar.

El momento político permitía todo lo que la astucia quisiera y quiso. Escoger adversarios y culpables, diseñar un tinglado y que la atarraya recogiera y arrasara con todo.

Para obtener el resultado era imprescindible impedir que fiscales y jueces hicieran el trabajo sin la extorsión y amenazas continuas, después, crear una narrativa que de tanto reiterar fuera inexpugnable y el público solo creyera lo servido.

La ficción convertida en acusación es un modo de encubrir. Es una manera de acallar cobardías y traiciones y luego del escándalo, ahondar en el dolor y provocar miedo.
El público siguió el sainete como capítulo de telenovela. Esperaba atento las invenciones y agravios.

El casacambista convertido en peligroso objeto del deseo de jóvenes funcionarios ahítos de poder y con las suficientes agallas para ordenar lo que fuere y como fuere. Son capaces de todo, menos de matar, decían algunos conocedores de los tejemanejes palaciegos.

Otros afirmaban, conociendo el talante de los mandamases: capaces de todo, hasta de ordenar asesinatos. Con y sin especulaciones el hecho fue una chapuza y la chapucería facilitó el espectáculo.

La plaza pública fue tribunal. El clamor público dirigido dictó sentencia. La diatriba cotidiana en los medios de comunicación pervirtió la posibilidad de resultados creíbles, cercanos a los hechos.

Nada que trazara una ruta diferente a los propósitos de la acusación prevalecía.
En el decurso de la investigación murieron supuestos involucrados, supuestos testigos, supuestos delatores. Caprichos del azar o ejecución de un plan tan nefasto como el denunciado.

Antes de las redes, sin imaginar la magia del Internet, el secuestro y asesinato de Méndez Báez y su chofer, Napoleón Reyes produjeron uno de los eventos más controversiales y crueles del patíbulo mediático. Fiscales y jueces actuantes, desde el momento que desobedecieron las órdenes y se alejaron del libreto, fueron expuestos a una feroz campaña de imputaciones y agravios para desacreditar cualquier diligencia procesal.

La prescripción ocurrió y aquellos que todavía recuerdan, pero desconocen el desarrollo del proceso penal, continúan difundiendo la versión fantasiosa. Fanfarronean, como si la experticia estuviera en su portafolio y las confesiones en su almohada. No preguntan, las respuestas pueden ser peligrosas y saben cuidarse, gracias al cuido perviven.

La crónica de las infracciones, sus motivaciones y excusas, permiten conocer la esencia del colectivo. Asimismo, establecer los cambios en el comportamiento ciudadano, saber cuáles crímenes incitan la abominación permanente y cuáles son tolerados. No avergüenza afirmar que asesinos y homicidas, no concitan el repudio de los hacedores de opinión ni de los representantes de las influyentes organizaciones de la sociedad civil.

Los apóstoles de la ética siempre han preferido cubrirlos con su manto protector. Su agenda ética es aséptica, excluye la sangre.

36 años después de esa paradigmática jornada, queda la injuria, el recuerdo del chantaje, la imposibilidad de juzgar y una esquela fúnebre, cada vez más pequeña. También queda la persistencia de aquellos que pretenden convertir la perversidad en marca país.

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