Fue sin querer…
Es caprichoso el azar.
No te busqué
ni me viniste a buscar.
Tú estabas donde
no tenías que estar;
y yo pasé,
pasé sin querer pasar.
Y me viste y te vi
entre la gente que
iba y venía con
prisa en la tarde que
anunciaba chaparrón.
Tanto tiempo esperándote…
Fue sin querer…
Es caprichoso el azar.
No te busqué
ni me viniste a buscar.
Yo estaba donde
no tenía que estar
y pasaste tú,
como sin querer pasar.
Pero prendió el azar
semáforos carmín,
detuvo el autobús
y el aguacero hasta
que me miraste tú.
Tanto tiempo esperándote…
Fue sin querer…
Es caprichoso el azar.
No te busqué,
ni me viniste a buscar. Fue sin querer…
Es caprichoso el azar.
No te busqué
ni me viniste a buscar.
Tú estabas donde
no tenías que estar;
y yo pasé,
pasé sin querer pasar.
Y me viste y te vi
entre la gente que
iba y venía con
prisa en la tarde que
anunciaba chaparrón.
Tan tiempo esperándote
Fue sin querer…
Es caprichoso el azar.
No te busqué,
ni me viniste a buscar. Es caprichoso el azar, Joan Manuel Serrat
Septiembre mágico, septiembre mío, septiembre siempre, septiembre de alegrías, penas, renacimientos y despedidas.
Mañana se cumplirán 24 años que Rafael, mi Toli, y yo nos dijimos que sí estábamos listos para iniciar una vida juntos. Nos comprometimos a unir nuestras historias particulares, que traíamos a cuestas, un pasado con muchas luces y sombras, para entretejer una única historia de nuestras vidas.
Aquella noche, el 2 de septiembre de 1994, en una ceremonia religiosa, el padre-amigo-colega-hermano-Antonio -Tom- Lluberes, bendijo nuestra unión. Estábamos con nuestros amigos más cercanos, y por supuesto, la tropa familiar. Caminaron como pajes mis sobrinas, entonces niñas que se iniciaban en el mundo y que eran muy cercanas a la “tía dulce”, como me llamaba mi querido sobrino Julio César. Eli María, Lucía, Ana Sofía, Angélica y Ana Milagros, desfilaron antes que yo por el pasillo central de la iglesia Santísima Trinidad. Sus hijos, mis hijos, Arancha y Rafael, esperaban en la primera fila. Eran testigos activos de una unión especial de su padre conmigo. Mi querido Tío Luis Canela me llevó al altar. Mamá estaba junto al novio y tenía, como siempre, su hermosa mirada serena. Rafael me esperaba tranquilo. La tropa de los Sang Ben estaba esperando en los asientos con alegría y ansiedad. Nos acompañaban los amigos más cercanos. Y nuestros padrinos: Amelia, Carlitos, Marion y Eduardo.
Mi vestido era un sencillo traje sastre blanco hueso. Me puse flores en el pelo, que entonces era negro como el azabache. No hubo cantos especiales, ni lujos, ni muchas flores, ni vestidos largos, ni lentejuelas, ni joyas. La iglesia se adornó de amor. Del que nos profesamos Rafael y yo. Del amor de sus hijos a su padre. Del amor que luego nos profesamos los cuatro. Del amor de mi familia hacia nuestra unión.
Desde aquella calurosa tarde-noche de septiembre, han transcurrido 24 años. En ese lapso de tiempo hemos perdido algunos seres queridos que se han ido al cielo. A ellos los extrañamos todos y cada uno de los días de nuestra existencia.
Hoy Rafael y yo estamos en la llamada juventud de la vejez, en el atardecer de nuestras vidas. Hemos vivido, y hemos podido construir una familia, que se ha coronado con tres nietos maravillosos. En estos 8,760 días que hemos compartido juntos, codo a codo, hemos tenido la suerte de sortear muchas circunstancias difíciles, tristes y decisivas. Hemos disfrutado de inmensas alegrías y de muchas esperanzas. Hemos ratificado la decisión de seguir juntos hasta que el destino decida separarnos.
Almas gemelas, es cierto, a pesar de nuestras grandes diferencias. Yo soy abierta, espontánea y medio loca; Rafael es callado, reflexivo y no le gustan las multitudes. Prefiere unos tragos con amigos para hablar del todo y la nada; mientras a mí me gusta el baile, el cine, salir de compras, aunque también me gustan las veladas tranquilas. Mi familia es gregaria. Le encanta inventar motivos para juntarse. La suya no. Rafael es medido en todo. Yo a veces doy riendas sueltas a la vanidad. Y a pesar de todo, nos complementamos. Hemos aprendido, a pesar de nuestras diferencias y nuestras percepciones distintas, a mirar juntos en la misma dirección.
Me encanta cuando estamos solos y nos acompaña el silencio. Cuando nos tomamos un vino en honor de la vida. Cuando nos sentamos a filosofar sobre la humanidad y su devenir. Cuando, mirando el horizonte, nos sentimos parte de este universo tan distinto al de nuestros sueños. Me encanta cuando salimos con los nietos y nos vuelven locos con sus energías inagotables. Me encanta cuando los dejamos en sus casas y podemos decir: ¡al fin solos! Para volver a nuestras rutinas. Adoro el hogar que hemos construido. Adoro cada rincón de nuestras casas, porque cada detalle es el recuerdo de un trozo de vida, el testimonio silente de un pasado existencial.
Al escribir estas líneas, pienso en el amor y sus etapas. Creo que la decisión de estar junto a una persona es una decisión cotidiana. A veces la rutina, las prisas, las angustias, las presiones laborales y las exigencias convierten la vida en pareja en un verdadero suplicio. Pienso que es necesario darse tiempo, tomar distancias, y entender que las circunstancias adversas hacen difíciles la cotidianidad de la relación.
El amor es una decisión de cada día. Nadie es perfecto. Todos tenemos nuestras maneras de ser y actuar que dificultan el quehacer cotidiano del amor. Lo que a mí no me molesta, al otro puede molestarle, y viceversa. La paciencia y la tolerancia constituyen las mejores compañías de una relación duradera.
Doy gracias al cielo por estos 24 años de matrimonio, 26 de relación, con este hombre bueno que me regaló la vida. Doy gracias al destino porque nos encontramos por el azar de la vida. Después de haber vivido dos terribles circunstancias: un divorcio y una viudez. Doy gracias porque nos encontramos y decidimos unirnos, sellando el pacto con un abrazo. Doy gracias por el regalo de dos hijos buenos, Arancha y Rafael, por sus parejas que nos completan, Rocío y Héctor, y por los nietos que nos colman de la mayor de las felicidades. Doy gracias a mi familia porque acogió con los brazos abiertos a Rafael y sus hijos, haciéndolos parte de ellos.
En fin, doy gracias al cielo, al Dios de la Vida, porque he podido conocer el amor en todas sus dimensiones, colores y dolores. Gracias septiembre por haber sido el testigo de nuestra unión.