Siete flores “con aromas” en un bar

Siete flores “con aromas” en un bar

 

Giovanni Cruz, uno de nuestros más prolíficos dramaturgos, regresa a la sala Carlos Piantini del Teatro Nacional con su obra “Siete flores en un bar”. El gran aforo de la sala constituye un reto para cualquier montaje teatral.

Ciertamente, con esta obra Cruz no regresa del todo a ese teatro espectacular de sus primeras obras -“Amanda”, “La virgen de los narcisos”, “El sucesor” o “Calígula” -en las que convertía la escena en una vorágine visual, y que marcó un momento estelar de nuestro teatro-, pero al igual que la semana pasada, arrastró una gran cantidad de público que acudió durante tres noches y disfrutó de su teatro poco convencional.

El autor se inspira en un hecho real, ocurrido hace muchos años: el incendio de un teatro donde casi pierde la vida la gran actriz norteamericana Kate Claxon. Luego del trauma, la actriz vuelve a actuar, y en el hotel donde se hospeda ocurre otro incendio del que lograr escapar. La actriz es rechazada, convertida en símbolo siniestro, ave de mal agüero. El fuego, entonces, se convierte para el autor en una metáfora devoradora, una especie de leitmotiv, que marca el paso ineluctable del tiempo.

Con efectos visuales impactantes se inicia la obra. El espacio escenográfico espléndido concebido por Amaury Esquea, nos remite a un bar argentino en Nueva York. Allí llega un escritor, taciturno, que seducido por la música de un tango, ejecuta con poca gracia unos pasitos de “ganchos” y “boleos”. Luego se dirige a una mesa a escribir, limitándose a pronunciar pocas palabras, y es en medio de su abstracción cuando el actor consigue imponer su presencia, con el silencio psicológico de la palabra reprimida, entre lo no-dicho y lo descifrable, formidable contraste dialéctico del actor Mario Lebrón. La llegada de cuatro actrices con nombres de flores inicia el juego teatral atemporal, donde narran sus vivencias, todo es pura afectación, aferradas a sus egos a sus pequeñas conquistas, a sus vaivenes morales, sin darse cuenta de que nadie las oye ni las ve, son solo espectros imágenes en extinción. Las actrices actúan, los diálogos se convierten en circunloquios, no logran romper el círculo reiterativo, y las expresiones –boluda, pelotuda– que en principios parecían graciosas, se tornan cansonas… Y justo cuando la fábula comienza a decaer, a alargarse, llegan otras dos flores, más bien parcas salidas del inframundo, que conducen a un tormentoso final donde todo explosiona. Así la aparente temática presa de superficialidad, se convierte en drama existencial.

Zoila Luna, Carolina Feliz, Judith Rodríguez, Karoline Becker, Karina Valdez y Aniova Prandy aportan, cada una, su aroma a sus respectivos roles, no obstante la superficialidad de las mismas y el movimiento, exacerbado por momentos, acercan algunas escenas al género de la farsa.

El final es escénicamente audaz, atractivo, verosímil, propio del dramaturgo y director Giovanni Cruz, que al asumir ambos roles logra transmitir su discurso textual a la escena, en su verdadera esencia. Todos los elementos para-teatrales son dignos de destacar: las luces, la música escogida, un verdadero acierto de Xavier Ortiz, así como el sonido, y el vestuario de época, muy apropiado, de Renata Cruz Carretero.

Esta obra de Giovanni Cruz, como todo su teatro, es controversial, jamás intrascendente.

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