En estos días he tenido la gran satisfacción de comprobar que la gente, en general, tiene más presente a Dios de lo que aparentan. Incluso, en el caso de algunos tipos con cara de hereje y matones, que dicen no creer ni confiar en nadie.
Como he sido una especie de predicador por bastantes años, de repente casi me he quedado sin este oficio, pues lo que ahora ocurre es que me llueven mensajes cristianos y buenos consejos por Wasap e Instagram, algo maravilloso porque a la vez me permite no preocuparme tanto del
destino espiritual de tantas almas que, según parece, ya están salvadas.
No hay que decir que esto se debe solamente al Coronavirus, aunque el temor y el miedo son libres, como decían en el Cibao. También se sabe que las calamidades ayudan al desarrollo de músculos y facultades afectivas y espirituales. Y aunque muchas gentes, de tanto haber sufrido se endurecen, otras muchas se flexibilizan. Las penas y dolores emocionales, curiosamente, pueden endurecer el corazón o, contrariamente, hacerlo más tierno y apacible. La diferencia suele estar en la fe, o en la esperanza, que son un poco la misma cosa. Un dolor espiritual o emocional, cuando se tiene el bálsamo del consuelo y de la fe de que uno será sanado, duele mucho menos: “jambre que ejpera jartura, no eh jambre.”
Los que hemos creído en Jesucristo anticipamos lo que nos espera. En estos días murió nuestra prima Lolín, dulce y buena siempre; una de las primeras que salieron por patios y callejones vecinos a predicar nuestra fe. Y hoy, por todos los familiares y lugareños estamos convencidos de que ella, ahora o más luego, estará estrenando un chalet en algún bello paraje de los cielos eternos. Ella se graduó de esta vida con grandes honores. El dolor de su ausencia apenas se siente, porque la alegría de saberla salva es infinitamente mayor.
Paralelamente, durante esta pandemia, que efectivamente afecta al mundo, mucha gente también ha aprendido a ver las cosas de otro modo, de muchas maneras diferentes. Las formas de vida social y culturalmente pautadas, son rutinas que
nuestros cerebros procesan sin cuestionamiento alguno. Las grandes crisis suelen cambiar los paradigmas y nos obligan a mirar lo común y consuetudinario desde perspectivas muy diferentes: De repente, lo obvio ya no es tan obvio, y lo que nunca hicimos se convierte ahora en una rutina que sustituye una anterior. Y nos vemos en la necesidad de revalorizar muchas cosas, acaso todo lo que hemos pensado y lo que hemos sido. Y con no poca ansiedad miramos recelosos lo por venir. Preguntándonos quienes seremos en el próximo episodio, que base iremos a jugar en el juego reiniciado, o acaso será un juego diferente. Y si hasta podríamos quedar fuera de juego o de foco, y no seremos ya capaces de asumir los nuevos retos y rutinas. Por eso, los que desde algún tiempo se han ido
preparando para “la otra vida”, posiblemente, como mi prima, estén en buena forma para enfrentar lo que haya de venir.