Por: LISETTE VEGA DE PURCELL
Junio 2020
Los ruidos del diario vivir se habían apagado, y empezaba a percibirse unos alarmantes temores provenientes de todas las poblaciones del mundo. Era el inicio del brote de la última pandemia de coronavirus, también llamada “neumonía de Wuhan”, puesto que los primeros casos fueron identificados en la ciudad china de Wuhan. Los celulares nunca habían resultado más ventajosos que en esos días de infinita soledad. Aun cuando nada a mi alrededor me serviría de más íntima compañía que mis libros, mis amados libros, amigos y compañeros incondicionales. Pasaban los días y estaba segura de que los adelantos de la ciencia no permitirían que esta pesadilla durara tanto como las anteriores pandemias de la historia. Aún nada.
La noche de anoche había sido larga, muy larga y llena de imprevistos. Tantos imprevistos como las circunstancias que definen nuestro azar. Atrapada entre cuatro paredes sin poder salir, la había pasado acariciando las páginas que, como hojas muertas que suelen desprenderse de las ramas de un árbol, también lo hacían del viejo libro que leía con fruición. Había algunas que, al pasarlas, se quedaban enteras entre mis dedos dejándome una extraña sensación del indetenible decurso del tiempo. Cómo impedir el paso de los años. La plenitud de la vida, de la pluma de Simone de Beauvoir era el sugestivo título de la obra que leía. Hasta se relacionaba con la frase anterior sobre el inexorable paso del tiempo.
Afortunada casualidad de pensamientos ilustres. Atraída por un libro escrito por la mujer que había fundamentado la corriente feminista en un exhaustivo ensayo titulado El segundo sexo, no pude evadir la tentación de ahondar en la vida de esta francesa de avanzada que sin duda tuvo que influir en la ávida mente de mi madre. Aquel viejo libro de hojas tostadas provenía de uno de los anaqueles de su rica biblioteca que ahora quedaba entre mis escogidas posesiones. Quedé pensando, recreando las mismas horas y los mismos instantes en que mi madre pudo haber repasado estas mismas hojas con igual fervor al mío en sus momentos de lectura reflexiva. Libro en mano, confortablemente sentada en el amplio sillón reclinable dentro de la pequeña habitación del apartamento que convertí en estudio, me propuse analizar con agudo sentido de impotencia la situación de relego en todos los ámbitos de la vida cultural, política y económica al que tenían las mujeres dominicanas y de gran parte del mundo, en aquella sociedad de entonces. En cuanto a las dominicanas confinadas a este terruño isleño alejado del mundo civilizado en los albores de y hasta mediados del siglo XX, justo sea decir que estas mujeres se hallaban bajo el influjo del puritanismo hipócrita de una sociedad patriarcal que se regía bajo los preceptos de la religión católica dominante. Y, peor aún es que años después, todavía siguen predominando en gran parte de la población, esos prejuicios atávicos en la idiosincrasia de nuestros pueblos.
Sin más alternativa en el país, cómo podía mi joven madre escapar a los rigores de la crianza tradicional de las monjas españolas de los años 30s. Imposible sin duda. Pero no era mujer de conformarse con lo que empezaba a considerar como un atraso para su formación intelectual. Con gran sabiduría, mi madre supo adaptar su estricta educación escolástica a los cánones de la ética moderna obtenida de los libros que escogía leer. De mi parte, me extasiaba viendo los estantes repletos de obras rigurosamente transformadoras que, como la de Simone de Beauvoir, lomo a lomo con las de Jean-Paul Sartre y Albert Camus, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Pérez-Galdós, Jane Austen, Emily y Charlotte Brontë, Julián Marías y tantos otros que obviamente atesoraba. Poco a poco me daba cuenta del poder que esas ideas vanguardistas hubieron de ejercer en la mente receptiva de mi madre y que pudieron ser el fundamento de su pensamiento tan receptivo, abierto y liberal para la época que le tocó vivir.
Mas allí no terminan mis reflexiones de la noche de anoche. Siempre que la veía rodeada de sus libros y de su atesorada memorabilia, nunca pude desvincularla de la figura de su único hermano Pasito, a quien yo, a su vez y con sobrada razón, relacionaba con el francés Marcel Proust. ¿Por qué? Dirán ustedes sorprendidos al enterarse de tan bizarra similitud. Pues porque Pasito Sanz, al igual que el gran escritor francés, fue un muchacho de frágil naturaleza enfermiza que se mantuvo en extremo protegido por sus padres dentro de la casa y preferiblemente, dentro de su habitación, donde podía ser atendido de los efectos de la poliomielitis que lo aquejó durante su niñez y temprana juventud. Los veo a ambos, a mi tío y a Proust, felizmente entreverados y los revivo y los recreo a mi antojo.
Ambos sufrieron una enfermedad que en su niñez debilitó su cuerpo, lo que al mismo tiempo les propiciaba el solaz para desarrollar su mutua pasión por escribir. (Toda dolencia, sea física o psíquica, induce a la persona que la sufre a reflexionar sobre los grandes enigmas de la condición humana; muy especialmente, en las personas con innatas aptitudes intelectuales e introspectivas). En cuanto a la personalidad de ambos, no las hubo más disímiles al alcanzar la madurez. De su parte, el dominicano Pasito Sanz, muy mimado de pequeño y de adulto, reconocido bon vivant y hábil seductor de las mujeres, características que supo reflejar en sus escritos; en tanto Proust, atrapado en una homosexualidad declarada e incomprendida por la sociedad de antaño, fue dando rienda suelta a la rapaz melancolía que jamás lo abandonó y que, a la vez, lo incentivó a recrear y reflexionar sobre su pasado de niño mimado como también de joven perteneciente a la alta burguesía parisina de los años 20s. A ambos, sin embargo, los asemejaba su mutua pasión por las finas letras, y aquella fragilidad física que Pasito dejaría muy atrás para luego dedicarse a la vida diplomática. Profesión que supo combinar con la creación literaria, mientras Proust quedaba postrado por el asma sofocante que frustró su vida social y que, al mismo tiempo y para su provecho, le abrió el camino para producir incontables páginas pletóricas de las más hermosas interioridades y sensaciones rememoradas que lo llevaron al pináculo de la literatura universal.
Con gran sutileza y erudita expresividad, ambos escribieron páginas legendarias. Sanz Lajara, el nombre literario de Pasito, como escritor itinerante, se nutrió de las riquezas autóctonas de los países que representaba en el servicio diplomático. Sus cuentos de temática internacional y las memorias de sus viajes hicieron historia en éste nuestro país que se mantenía rezagado debido al poder dictatorial de Trujillo, cuyas raíces arropaban y, a la vez, obstruían el ingreso de nuestros intelectuales a la cultura universal, lo que los desviaría del criollismo enraizado y conservador. De su parte, el Proust deslumbrante nos legaría los siete tomos de su magna obra En busca del tiempo perdido. Páginas cuajadas de intenso deleite espiritual y sensual y, por qué no, de pasiones voluptuosas experimentadas por todos los seres humanos dotados de la compulsión por vivir. Fusión de libido y genio, razón y emoción tan inseparables como la vida misma en algunos seres escogidos al azar. Un dúo fascinante e inspirador convertido en trío por mi fantasía con el propósito de ilustrar este relato salido de una noche muy larga y llena de imprevistos.
P.D. Ahora pienso que, de haber tenido la oportunidad, mi tío Pasito pudo haber compartido y, muy posiblemente, haber triunfado en la conquista del ambiguo amor que el francés aparentaba sentir por Albertine.