POR GRACIELA AZCÁRATE
En Buenos Aires reaparecieron cuatro palabras: Que se vayan todos. Un local llamado República de Cromangnon se convirtió el 30 de diciembre en la tumba de 189 jóvenes y niños, sin contar 800 heridos, miles de chicos psicológicamente schockeados por lo que les tocó vivir, y una sociedad herida en el alma. Los empresarios del local habían vendido el triple de entradas autorizadas para maximizar sus ganancias. Maximizaron la muerte.
Clausuraron las puertas para evitar que alguien entrara sin pagar, convirtiendo al lugar en una trampa de fuego y gases venenosos. El gobierno de la Ciudad fue cómplice de todo esto, pero su peor cara es la de deslindar responsabilidades. Los familiares y amigos de los muertos marcharon cantando: «¿Dónde está/ Kirchner dónde está?» porque se quedó en sur donde pasaba las vacaciones e insultando al empresario Omar Chabán y al jefe de gobierno porteño Aníbal Ibarra.
«Se va a acabar, esa costumbre de matar» cantaban unos chicos con remeras de Callejeros y La Renga.
A los chicos argentinos, desde hace más de veinticinco años nadie los mira, nadie los escucha. Ellos también son esos chicos que miran a los adultos, pero no tienen respuesta. Andan tristes, sin esperanzas y cantan la canción de Callejeros: «Se apagó el sentido, se encendió un silencio de misa. Lleno de nada, sin saber donde ir. Las depresiones son maldiciones. Te va distrayendo, te enrosca, te lleva y te come. Te lastima y no perdona y en algún lugar te roba la cara, la sonrisa, la esperanza, la fe en las personas».
A mediados de 1995 un grupo de chicos de Villa Celina se juntó para formar una banda de rock and roll. Su pieza de consagración fue » Una nueva noche fría,» que los llevó a la popularidad.
Pertenecen a una generación de entre 16 y veinte años. Como ellos hay varios grupos con nombres como Rocanroles sin destino, La Mocosa, Ratones Paranoicos, La Bestia, Vagantes Nocturnos, Zumbadores, Maldita Suerte, El Bordo, todos nacidos y crecidos en un Argentina empobrecida, sin trabajo, educación ni futuro para sus nuevas generaciones. La música que practican en villas, en los barrios más pobres del cono suburbano de Buenos Aires les permite «zafar» como ellos dicen en su jerga de una sociedad que los expulsa y tritura.
La noche del 30 de diciembre, «Los callejeros» el grupo de Villa Celina ,iba a tocar en una discoteca del barrio del Once. Encrucijada de trenes que van al oeste, virtual basurero donde van a recalar los solitarios, sin techo, sin comida y olvidados de la sociedad, zona fronteriza del desamparo. Ahí, enfrente de las vías del tren, que van hacia el desierto, a escasos metros de la estación estaba «Cromagnon». La trampa mortal que envenenó a casi 200 jóvenes. «Cromagnón», es una discoteca del empresario Oscar Chaban, donde la pesadilla del 30 de diciembre ha perpetrado en masa el asesinato de miles de niñas, niños, mujeres y hombres que cayeron en la trampa de la desidia empresarial e institucional.
Se comprobó que en la noche de la tragedia había unas 3.500 personas en el local, cuando la habilitación era para 1.031. Los testimonios prueban que había una guardería infantil ilegal en el baño de damas.
No había personal de seguridad idóneo ni se hizo un buen cacheo en la puerta. Por eso entraron con fuegos artificiales y bengalas. La única puerta de emergencias estaba cerrada con candado y alambre. Ni siquiera había un encargado de abrirla. Y la mayoría de las seis puertas hojas del frente estaban cerradas.
OscarChabán le pidió al público que apagara las bengalas por el riesgo, lo que prueba de que sabía lo que podía pasar pero en el expediente consta que huyó cuando empezó la tragedia.
Lo que pasó en el barrio del Once fue una cacería de la Edad de Piedra como la de hace unos 50.000 años, donde utilizaban el fuego y los instrumentos de hueso y piedras para sus cacerías. Los cromagnon de ahora utilizan las empresas y cargos públicos para realizar otra forma de cacería a muerte sobre humanos indefensos.
El recital de rock terminó en un baño de monóxido de carbono y cianuro por la falta de las más elementales medidas de seguridad y prevención.
En la Argentina, como mínimo, una de cada diez familias es extremadamente joven, ya que el 15 por ciento de los bebés argentinos nacen de madres menores de 20 años, según datos del Ministerio de Salud de la Nación. Dentro de esas familias adolescentes, hay un mundo de familias rock, «expulsadas y alejadas a la vez, del modelo televisivo papá sale del banco/ mamá sale del tenis/ nene-nena salen del colegio/ , se suben a la camioneta con DVD trasero y parten en busca de un verano para saltar las olas en paz».
Algunas de esas familias rock murieron incineradas en la tragedia de República Cromañón, en la que más de 189 personas, de las cuales 75 eran mujeres desaparecieron víctimas del desamparo nacional además de 10 chicos de entre 10 meses y 10 años que habían ido junto a alguno de sus padres o familiares.
Ernesto Che Guevara decía de la Argentina que era un país de una hermosa fachada pero perverso y terrible en su contracara, en el libro «The farmer» de Jorge Rivera, éste le hace decir a Juan Manuel de Rosas en el exilio de Inglaterra: «Siempre podré contar con la inconmovible y habitual cobardía de los argentinos». Al más puro estilo del «yo no fui» el síntoma argentino se manifestó en empezar a trasladar a los papás y mamás adolescentes heridos o fallecidos del rol de víctimas al de culpables.
La palabra filicidio, en boca de ciertos periodistas, resume la postura de acusar de asesinas a las mamás que llevaron a sus hijos al recital de Callejeros, el 30 de diciembre pasado. Cabe preguntarse en la responsabilidad de los adultos tanto padres, profesores, empresarios, instituciones gubernamentales: ¿Qué hace la sociedad para evitar el embarazo adolescente y porqué supone que las adolescentes de 17 años deben convertirse en mujeres con conductas ejemplares y maduras, de señoras de 35 años? Los medios de comunicación, tratan de impulsar la demonización de la familia rock como la mejor forma de exorcizar la sensación de potencial tragedia propia y de responsabilidad compartida.
«Este horror se dio en Cromañón pero pudo haber sucedido en otro lugar de la ciudad porque hay falta de control en el cumplimiento de las normas para actuar frente a un incendio», dijo Atilio Alimena, defensor adjunto del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires.
Según testimonios de los sobrevivientes, la guardería funcionaba en el baño de mujeres de la discoteca, donde las mamás dejaban a sus hijos mientras ellas veían el recital de Callejeros, a cambio de pagarle a una chica. Seguramente la guardería no era un negocio, sino una improvisada solución a los papás adolescentes. El 63% de los fallecidos en Once tenía entre 16 y 25 años, y era la única opción de salir a divertirse con sus hijos chiquitos. En Argentina, el 60% de los adolescentes viven bajo la línea de pobreza y, cuando son padres, viven con sus hijos, en condiciones precarias o de hacinamiento.
«A estas chicas el periodismo careta les dice perras por llevar a sus hijos y también se lo hubieran dicho si los dejaban», delimita tajante Divina Gloria, una mujer de la noche que con un hijo de 4 años puede contar la verdad sin levantar el dedo admonitorio. «No me parece una buena idea ir con un chico, de noche, a un bar donde la gente fuma, toma alcohol, hasta muy tarde, es heavy. Pero las chicas que fueron a Cromañón eran muy jovencitas y si yo tengo 42 años y a veces no puedo salir porque no tengo guita para pagarle a alguien que cuide a mi hijo, imaginate ellas; además cuando sos joven el presente es la noche, es tu felicidad, tu vida, es todo, así debe haber sido para esas chicas, debían estar felices de la vida porque todo pintaba hermoso y fue un horror.»
«Los chicos sí pueden ir a recitales, pero en otro tipo de espacios», dice el psicólogo de la ciudad.
Tampoco es un fenómeno nuevo. «Yo dormía dentro del bombo de la batería mientras mi papá tocaba, acá o en Europa. Era uno más de la banda. Así me crié, así era mi vida, siempre en recitales de rock», desliza como una obviedad Gato Azul Peralta, el hijo de Miguel Abuelo y cantante de El gato azul.
De hecho, el gusto por el rock ya es algo compartido, en ciertos sectores, por tres generaciones.
Por eso, en la tragedia además de jóvenes que iban con sus hijos había jóvenes que iban con sus padres.
Son tres generaciones que nadan en el desencanto y que cantan sabiendo que no hay retorno: «Una nueva noche fría en el barrio, los tranzas se llenan los bolsillos.
Las calles son nuestras, aunque el tiempo diga lo contrario. Y los sueños no soñados, ya se amargan la garganta y se callan».