Areíto

Literatura

La gracia inmortal de los mitos: Pablo Neruda y Gabriel García Márquez

Con García Márquez ocurre una alquimia distinta pero igual de fascinante. Él no solo escribió novelas; creó una atmósfera emocional que América Latina adoptó como su propia respiración.

Gabriel García Márquez

Publicado por

Creado:

Actualizado:

Siempre he creído que la literatura, igual que las religiones y los viejos pueblos, fabrica sus propios dioses. Algunos nacen del silencio, otros del escándalo; pero todos emergen de un pacto tácito entre la obra y la imaginación colectiva. No basta con escribir bien ni ganar premios: para convertirse en mito, un escritor debe encarnar una emoción profunda del continente, un símbolo capaz de sobrevivir incluso a sus propias contradicciones. Y cuando eso ocurre, cuando la obra crea un resplandor suficiente para envolver la vida, la crítica se suaviza, la memoria se vuelve selectiva y los rumores, incluso los más oscuros, caen dentro de la gran nebulosa de la especulación. De ahí que Pablo Neruda y Gabriel García Márquez pertenecen a esa estirpe única: son mitos. Y los mitos, por definición, no cometen errores; o mejor dicho, sus errores son devorados por la leyenda.

El caso de Neruda es casi profético. Su figura pública fue construyéndose con la misma fuerza con que él levantaba sus odas materiales: abundante, desbordada, monumental. El poeta chileno no solo escribió versos; edificó un imaginario continental. Y ese gesto fundacional —convertirse en la voz lírica de América Latina— bastó para que sus sombras quedaran envueltas en una luz que pocos se atreven a interrumpir. Se le cuestiona, se le revisa, se le señala, pero nunca se le destruye. Todo lo que podría ser motivo de censura termina sujetado por la indulgencia devota que despierta su nombre. Es como si la poesía misma exigiera protegerlo, como si hubiese una orden tácita que nos recordara que el autor del “Canto general” pertenece más al mito que al archivo. La crítica, cuando llega, llega siempre después de un homenaje y reconocimiento universal.

Con García Márquez ocurre una alquimia distinta pero igual de fascinante. Él no solo escribió novelas; creó una atmósfera emocional que América Latina adoptó como su propia respiración. Desde el día en que irrumpió con “Cien años de soledad”, su figura comenzó a elevarse por encima de lo humano. Su cercanía con el poder político, sus simpatías ideológicas, sus silencios selectivos, cualquier otro habría pagado un precio altísimo por ello. Pero García Márquez caminaba envuelto en un encanto que hacía que las críticas rebotaran. Era, y sigue siendo, un símbolo continental, el narrador que convirtió nuestras desgracias en fábulas y nuestros traumas en genealogías poéticas. Por eso se le perdona todo: porque su obra no es solo literatura, es memoria emotiva.

Lo interesante —y lo polémico— es observar la distancia que separa esa indulgencia mítica de la manera en que leemos a otros gigantes contemporáneos. Vargas Llosa, por ejemplo, es un escritor cuya grandeza nadie discute, pero cuya figura está sometida a un escrutinio que ni Neruda ni García Márquez han sufrido. Cualquier gesto político suyo genera una tempestad. La crítica no se detiene ante su talento, al contrario: usa su talento como arma para exigirle coherencia. Se le fiscaliza como a un funcionario, no como a un mito. Su vida no está contenida en la leyenda sino en el debate, en la polémica cruda, en la fricción ideológica. Vargas Llosa no tiene la protección del aura; tiene la intemperie del pensamiento.

Carlos Fuentes, por su parte, encarnó la elegancia intelectual, el cosmopolitismo literario, la conversación amplia con el mundo. Pero nunca fue mito. Su obra es respetada, su figura admirada, pero no tiene ese brillo numinoso que produce la absolución automática. Fuentes pertenece al terreno de la razón, no al de la devoción. Lo leemos con admiración, no con fervor. Y esa diferencia, sutil pero definitiva, evita que la leyenda lo absorba.

Cortázar ocupa un lugar intermedio: amado, venerado, imprescindible para generaciones enteras… pero sin la impunidad simbólica del mito. Su figura despierta pasión, sí, pero también crítica. No tiene la protección de los santos literarios; tiene el cariño de los lectores. Es distinto. 

Y Octavio Paz, con su lucidez y su poder conceptual, tampoco pudo constituirse en mito. Paz siempre fue demasiado intelectual, demasiado analítico, demasiado consciente del conflicto para que la imaginación continental lo sublimara como icono. Su obra exige confrontación; su figura, discusión. Y el mito, en cambio, requiere entrega emocional.

Esa es la paradoja profunda: los mitos no se fundan en la razón sino en el afecto. No se construyen con argumentos, se construyen con emociones. El mito es el escritor que expresa algo que un pueblo siente antes de entenderlo. Por eso Neruda y García Márquez están donde están. Porque no fueron solamente poetas o narradores; fueron intérpretes del alma colectiva. La política, los errores, las inconsistencias, cuando aparecen, se difuminan en el resplandor simbólico que proyectan. La crítica siempre queda subordinada a la emoción.

Los otros, en cambio, son escritores cuya obra invita al pensamiento, no a la identificación emocional. Y el pensamiento no mitifica, sino que analiza, disecciona, cuestiona. Fuentes, Paz, Cortázar, Vargas Llosa: todos altísimos, todos esenciales, pero ninguno convertido en mito. Son luminarias, sí, pero no constelaciones. Son faros, pero no astros tutelares.

Lo que finalmente ocurre con Neruda y García Márquez es que, al volverse mitos, dejan de ser responsables ante la historia y pasan a ser responsables ante la imaginación. Y la imaginación no juzga: transforma. No condena: reescribe. No acusa: distorsiona, embellece o borra.

Al final, lo que demuestra esta diferencia es algo que muchos prefieren no admitir: que en América Latina el juicio literario no es solo un ejercicio de crítica, sino un acto de fe. Y donde hay fe, hay mito; y donde hay mito, hay absolución. Por eso Neruda y García Márquez continúan elevados, intactos, inmunes. Porque representan algo que no estamos dispuestos a destruir: la ilusión de que la literatura todavía puede ofrecernos un territorio donde la belleza vence al error, donde el símbolo prevalece sobre el hombre, donde la obra salva al autor.

Y quizá ahí está la verdad última: cuando un escritor se convierte en mito, deja de pertenecerse. Pasa a ser propiedad de la leyenda. Y la leyenda, aunque sea una forma de distorsión, es también la forma más poderosa de perdón que una cultura puede otorgar.

Sobre el autor

Plinio Chahin