La migración, como todo fenómeno humano que se teje dentro de una irreductible complejidad situacional, y que en sus diferentes variables tiene inevitable impacto sobre las personas, debe, y de hecho es así, encontrar una respuesta orientadora en la revelación de Dios a través de su Palabra. Como el mismo problema, la respuesta que encontramos en la Biblia es dispersa, compleja, profunda, abierta y documentada con realidades humanas dolorosas, punzantes y en extremo conmovedoras.
Bastan dos ejemplos, entre otros muchos: Abraham, el iniciador de la nación judía, fue un migrante; Jesús, el Salvador del mundo, fue un migrante perseguido, un desplazado. Su misma condición de divinidad encarnada, lo hicieron un migrante que sufrió el desprecio y los vituperios de una sociedad que nunca lo aceptó como uno de los suyos. Incluso, la misión que el Señor le dio a la iglesia es un mandato migratorio que insta a los discípulos a ir por todas las naciones.
Las divisiones territoriales con todos sus componentes políticos e ideológicos no cuentan tanto para Dios, como cuenta esa instancia superior e inalienable que es el ser humano diseñado con su propia imagen y semejanza. Jesús abandonó la ciudadanía celestial para nacionalizarse como humano y así habitar entre nosotros, y aunque lo tuvo que hacer a través de una nacionalidad territorial, esto no impidió que proclamara la universalidad de su propósito que es alcanzar y unir a los seres humanos de todas las naciones.
Las fronteras divisorias son realidades humanas, son necesarias y aceptadas, pero no constituyen un propósito único y final; en el mejor sentido escatológico son superables, si se lograra la realización plena de la humanidad, resultarían innecesarias.
A Dios le interesa el hombre como tal, sin tomar en cuenta las fronteras demarcatorias que lo separan y lo clasifican de acuerdo a criterios que no forman parte de sus parámetros. Dios apunta a la inclusión, a la universalidad y a la confraternidad humana más allá de las fronteras. La única patria que Dios conoce es la patria del hombre, esa es su instancia única y definitiva.
Las grandes utopías de la historia acarician la idea de un mundo sin fronteras, sin divisiones. El hombre en su condición caída ha convertido las fronteras en trincheras de odio y muerte, de separación y dolor, de injusticias y despojo, de depredación y exterminio. Los nacionalismos constituyen un ordenamiento necesario a partir de la condición caída del ser humano, su exacerbación conduce siempre a dramas funestos, a guerras fratricidas y dolorosas.
Los más furibundos nacionalistas, encarnados en déspotas y tiranos, son quienes han sombreado con sus acciones crueles e inhumanas, las líneas más onerosas y detestables de la historia humana. Las fronteras políticas están hechas para separar, para establecer diferencias y categorizar, para distanciar y romper. Debemos recordar que el Reino de Dios, el que proclamamos y promovemos los creyentes, es un mundo sin fronteras y sin divisiones. Sin fronteras y sin nacionalismos, tampoco existirían los imperios. Vargas Llosa calificó recientemente el nacionalismo como construcción ideológica artificial, más cercana al fanatismo religioso que a la racionalidad que es la esencia de los debates de la cultura democrática.
Cuando la base social y económica de la colonia estaba basada en el régimen de las encomiendas de indios, se pretendió justificar este atropello exterminador bajo el pretexto ideológico de que estos seres “no tenían almas”.
Hoy seguimos arrastrando el amargo sabor de un pasado no superado, cuando se niegan derechos ciudadanos indiscutibles bajo el soterrado influjo ideológico de una supuesta superioridad social, racial y religiosa, que ha pretendido construir la dominicanidad referida a una identidad que se ufana como española, blanca y católica, que aunque hoy ya no se entiende exactamente así, tiene el suficiente raigambre como para dictar sentencias tan desfasadas e infelices como la 168-13 de nuestro flamante Tribunal Constitucional.