Por José Manuel Rivas Otero
El gobierno de Gustavo Petro no pasa por su mejor momento. El pasado 8 de octubre el Consejo Nacional Electoral (CNE) decidió iniciar una investigación y presentar cargos contra el presidente por supuestas irregularidades durante su campaña de 2022. El órgano de control acusa a su candidatura de haber excedido los límites legales de gasto y de recurrir a fuentes de financiación no permitidas. Petro reaccionó al anuncio alertando del inicio de un golpe de Estado contra su gobierno y convocó a sus seguidores a manifestarse el próximo 23 de octubre para defenderlo. El ejecutivo alega que el CNE no puede investigar al presidente y que se trata de una maniobra política dirigida por algunos “personajes nefastos” que actualmente integran este órgano.
El proceso abierto por el CNE tiene naturaleza administrativa y si se probara que hubo irregularidades la sanción sería una multa. Este órgano no tiene potestad para destituir al presidente y por el momento no se ha abierto ninguna investigación penal en la Corte Suprema, la cual exigiría la autorización previa del Congreso. Entonces, ¿por qué Petro denuncia un posible golpe?
Según la oposición, su reacción es una “cortina de humo” que tratar desviar la atención sobre la financiación de su campaña y la mala gestión del gobierno durante estos dos años. Sin embargo, el presidente colombiano sí tiene motivos suficientes para temer, no tanto un golpe militar a la antigua usanza, sino una interrupción presidencial o un golpe blando que lo aparte del gobierno. Cuando digo golpe blando me refiero al derrocamiento de un gobierno vigente por elementos del propio Estado sin recurrir a la coacción o la violencia militar, sino haciendo una interpretación forzada de las normas constitucionales y tras aplicar una estrategia de desgaste y deslegitimación contra el gobierno con apoyo de poderes no democráticos como el judicial, el económico y el mediático.
La Constitución de 1991 establece que el presidente sólo puede ser destituido o suspendido por un juicio político ante el Congreso. En este procedimiento, la Cámara de Representantes ejerce la acusación y al Senado le corresponde admitirla o no y decidir sobre la continuidad o destitución del funcionario público electo. Al igual que ocurre en otros países latinoamericanos, en Colombia la acusación no se restringe a delitos cometidos en ejercicio de sus funciones, sino también contempla la “indignidad por mala conducta”, una causa lo suficientemente ambigua para servir de base en un eventual juicio político por financiación irregular contra el presidente. Si bien durante los primeros meses de su periodo Petro contó con el respaldo de la mayoría de diputados en ambas cámaras, a lo largo de 2023 perdió buena parte de este apoyo. De ahí, las dificultades que está teniendo para sacar adelante su programa.
Además de contar con un Congreso hostil, hay otras razones para pensar que la posibilidad de una interrupción presidencial o incluso un golpe blando no es una simple “cortina de humo”, sino un riesgo plausible. Por un lado, la investigación abierta contra Petro, con independencia de la veracidad de los hechos por los que se le acusa, dista mucho de ser imparcial debido a la composición del ente electoral.
La politización del CNE y de otros organismos de control es un problema que arrastra el país de tiempo atrás, pero eso no resta gravedad al asunto. En la actualidad, el órgano está presidido por César Lorduy, excongresista de la oposición, acusado de feminicidio en 1979 y cuyo proceso no terminó en condena, sino que prescribió. Asimismo, la investigación contra Petro fue iniciada por el magistrado Álvaro Prada, exrepresentante a la Cámara por el Centro Democrático (partido del expresidente Uribe), investigado por la Corte Suprema por un delito de soborno de testigos.
La imparcialidad del órgano electoral también queda en entredicho por el hecho de que es la primera vez, desde su creación en 1991, que inicia una investigación contra un presidente de la República en el ejercicio de sus funciones, a pesar de que algunos de sus predecesores, como Ernesto Samper o Iván Duque, también fueron investigados por financiación irregular durante sus campañas.
Otro motivo para sospechar de una interrupción de mandato o golpe blando contra el presidente son los precedentes tanto en Colombia como en la región. Ya durante su etapa como alcalde de Bogotá en 2013, Petro fue destituido de su cargo e inhabilitado para aspirar a cargos públicos por un período de 15 años por la Procuraduría, un órgano de control con capacidad de sanción administrativa que en ese momento estaba bajo el mando de Alejandro Ordóñez, un político ultraconservador enfrentado al entonces alcalde.
Una situación, por ende, con cierto parecido a la actual, pero con dos diferencias sustanciales: la Procuraduría, a diferencia del CNE, sí tiene potestad legal para destituir del cargo al alcalde y no era la primera vez que removía a un alcalde electo. En esa ocasión, el Tribunal Superior de Bogotá ordenó al presidente Juan Manuel Santos restituir en su cargo a Petro después de que un ciudadano interpusiera una tutela contra la decisión de la Procuraduría.
En julio de 2020, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado de Colombia por violar los derechos políticos de Petro, alegando que las normas colombianas que facultan a entidades administrativas a imponer sanciones de este tipo a funcionarios electos democráticamente constituyen una violación a la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Después de que este año se hayan renovado todos los órganos de control con el apoyo de una mayoría transversal en el Congreso, el CNE es el único de todos ellos que puede jugar un papel similar al que tuvo la Procuraduría en 2013.
En América Latina también ha habido varios casos de interrupciones de mandato no violentas y golpes blandos a presidentes, dando pie a que algunos gobiernos y fuerzas políticas de izquierda comenzaron a hablar de lawfare, pero el caso colombiano no encaja bien con este término ya que la oposición a Petro no ha hecho un uso instrumentalizado de la Justicia para atacarlo, sino de los órganos de control.
Por ello, y pese a que las altas Cortes han frenado algunas disposiciones legislativas iniciadas por el gobierno, la semana pasada Petro se equivocó al calificar como traumáticas las relaciones entre la justicia y el ejecutivo porque más que un adversario, la rama judicial podría ser un aliado, como ya lo fue en el pasado, frente a la hostilidad del Congreso y el CNE.
En definitiva, es razonable pensar, como hace Petro, que la investigación por financiación irregular de la campaña podría ser el inicio de una maniobra de la oposición para destituirle: ha perdido el apoyo del Congreso, está siendo investigado por un órgano muy sesgado que nunca se había dirigido contra un presidente en ejercicio y existen precedentes de interrupciones de mandato y golpes blandos tanto en Colombia, contra el propio Petro, como en la región.
No obstante, la estrategia de victimizarse y movilizar a sus simpatizantes en las calles no es la forma más idónea de reaccionar siendo presidente. Esta respuesta defensiva tenía sentido en 2013, cuando fue removido de la Alcaldía de Bogotá, pero en este momento, con una investigación administrativa que no amenaza formalmente su continuidad en el ejecutivo, debería limitarse a recurrir judicialmente la decisión del CNE y centrarse en reconstruir los puentes con sus antiguos aliados en el Congreso (hoy en la oposición) para sacar adelante su programa reformista.
Por suerte para Petro, su posible remoción tiene un sólido muro de contención: la vicepresidenta, Francia Márquez, que le sucedería en el cargo y a la que sus contrarios perciben como una alternativa peor que el presidente.