Atrás quedaron los años del editorial enjundioso, los artículos capaces de orientarnos y la fortaleza intelectual de periodistas monumentalmente cultos. Llegaron los likes y el afán de convertir el milagro en barro por la vía de inversiones millonarias. Aunque parezca irónico, los que calcan el método desconocen la jurisprudencia de fracasos que hicieron piezas de escarnio a políticos, empresarios, deportistas y faranduleros, motivados por la falsa tesis de que el dinero lo puede todo.
En buena justicia, el mayor porcentaje de culpas debe estar distribuido entre una democratización de los medios, inicialmente correcta y necesaria, combinada con exponentes de la fauna política de escasas ideas y abultados presupuestos. Por desgracia pierde el lector, afanado por la velocidad de acceder a mecanismos de opinión, pierde el rumbo respecto del criterio de objetividad porque las fuentes impulsoras del mensaje están viciadas desde su raíz.
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Afortunadamente, no todo está perdido. Y el ciudadano intuye de inmediato los intereses que se cocinan detrás de comentarios, tendencias noticiosas y opiniones favorables, alineadas como soldaditos capaces de actuar con una coordinación sospechosa. La tragedia consiste en los hilos económicos que estimulan e instauran trincheras mediáticas dedicadas a imponerse a fuerza de dinero en el registro mental de los que se adhieren a las redes, programas radiales, de televisión o la clásica prensa escrita.
Instaurar esas modalidades divorcia el sentido de opinión pública confundiéndola con publicada.
Además, los ciudadanos con múltiples opciones informativas están sometidos al fuego de intereses que estimulan económicamente estructuras informativas. Y, pocos están libres de pecados. El simple hecho de que los valores en la democracia del siglo anden estacionados en las redes ponen en jaque a los conscientes del tinglado venenoso, quienes saben de su importancia estratégica. Por eso, los gobiernos y empresas dedican recursos a un monstruoso esquema destinado a distorsionar la verdad, categorizando de crisis mediáticas situaciones creadas falsamente que terminan rentabilizando voces y opiniones caracterizados por ponerle monto a lo que opinan y sin misericordia hacerse empresarios de la comunicación.
Lo cierto es que estamos frente a una crisis de objetividad y un modelo de opinión que no defiende causas. En lo inmediato, adherirse a las voces sanas y de auténtico compromiso parece la única alternativa. De antemano, los actores públicos que nos resistimos al circuito mercantil de la opinión debemos prepararnos para la hoguera pública. ¡Dios mío, ten piedad!