La diferencia entre Trujillo y Betancourt residía principalmente en sus conceptos sobre la vida. Por la mente de Trujillo, aferrado al poder y con largo historial de ejercitada voluntad de lucha para retenerlo a toda costa, no habría pasado nunca la idea de abandonarlo. Mientras para uno la finalidad del Gobierno residía en la oportunidad de contribuir a edificar una democracia, para el otro consistía, pura y simplemente, en su “derecho” a ejercerlo contra toda voluntad ajena.
Parte IV
Estos dos hombres eran capaces de generar los sentimientos más profundos a su alrededor. Se les quería o admiraba con los mismos impulsos con que solía combatírseles. Del mismo modo que frente a Trujillo se daban pasiones subalternas, así ocurría también con Betancourt.
Contrario a como sucedía con el dictador dominicano, el líder venezolano podía despertar entre sus adversarios políticos cierto grado de respeto o de neutralidad, aún en la peor de las situaciones. Ejemplo eran los exiliados dominicanos residentes en Venezuela opuestos a su política frente a la revolución castrista. Los más radicales de estos grupos, solían reconocerle a Betancourt méritos imposibles de encontrar en Trujillo por sus opositores.
Tal era el caso del doctor Dato Pagán Perdomo, un dirigente de izquierda del exilio dominicano, quien no obstante sus reservas a la política anti guerrilla del presidente venezolano, veía en él a un líder con un historial de grandes servicios a la causa de la libertad. Pagán entendía, según entrevista con el autor, que Betancourt “con sus defectos, era digno de respeto y un demócrata”. Frente a Trujillo, en cambio, no existían términos medios. Su régimen, demasiado prolongado y violento, no dejaba espacios a la neutralidad.
La fuerte e irracional veneración que despertaban entre legiones de seguidores, era, quizás, el único lazo común entre ellos. Separado por el tiempo y la distancia, ambos habían provocado escenas de fervor casi religioso en sus países. Liscano menciona el caso siguiente: “Era de mañana y el calor estaba ya crecido. Cuando el Presidente salió del estrecho local colmado de gente, transpiraba. Yo iba detrás de él. Vestía de dril blanco, estaba encorbatado con camisa azul y tocado con sombrero de Panamá. El Presidente y la comitiva, rodeados de gente, apresuraban el paso hacia los autos para seguir viaje. Sentí de pronto que me empujaban hacia atrás y se me adelantaban.
Se pusieron detrás del Presidente Betancourt, en el sitio que yo había ocupado. Llevaban algo que le acercaron a la nuca. El Presidente volteó la cabeza llevándose la mano al sitio rozado. Ya habían desaparecido. Me dejé ir hacia ellas. Una desplegaba el pañuelo y le decía a la otra, arrobada: ‘Sí, aquí la tengo’. Mostraba la leve humedad del sudor recogido de esa manera subrepticia. Más allá, mujeres y hombres humildes se agolpaban al borde de la carretera para aplaudirlo y saludarlo.
En una ocasión en que el vehículo se detuvo, una madre renegrida que cargaba a su hijo, lo metió hasta medio cuerpo por la ventanilla, rogándole al Presidente que le pusiera la mano en la cabeza para que al niño ‘le saliera algo en la vida’.
Similares escenas de devoción se producían con Trujillo. El doctor Joaquín Balaguer, el último de sus cuatro presidentes “postizos”, como él se llama a sí mismo en Memorias de un Cortesano de la Era de Trujillo, relata en otra obra, La Palabra Encadenada, que si el dictador “penetró hondamente en el corazón del pueblo hasta conseguir que se le venerara como a un ídolo en muchos hogares humildes y en muchos rincones del territorio nacional hasta donde llegó su fama revestida de cierta aura mística, fue porque supo conducirse como un intérprete perfecto del alma dominicana”.
En sus seis años de desempeño bajo el régimen trujillista, como Secretario de Estado de Educación, Balaguer llegaría a ver en muchas escuelas rurales, algunas de ellas perdidas en plena montaña, “una vela encendida al pie de un retrato de Trujillo, señalándolo a la niñez que lo venerara como un santo”.
Las mayores diferencias entre estos dos colosos, cada uno en su dimensión, residían, sin embargo, en sus vidas privadas.
Betancourt contrajo matrimonio con una maestra de primaria, Carmen Valverde Zeledón, durante los días difíciles de exilio en la época de Gómez. De esa unión nació Virginia, su única hija. Fueron, hasta la muerte de su esposa Carmen, los grandes amores de su vida, además de la política. No se les conocían extravíos en el aspecto sentimental y su matrimonio sobrevivió por décadas a los avatares de las cruentas luchas políticas, los exilios y las revoluciones. No le quitaba el sueño el dinero y en los años de mayor gloria, cuando ejercía el poder, carecía de vivienda propia, residiendo en una quinta alquilada, llamada “Los Núñez”.
En cambio, Trujillo amaba demasiado el dinero y de él emanaba buena parte de su poder real. Robert D. Crassweller, uno de sus biógrafos más importantes, lo describe así: “Fue un ególatra, en ocasiones hasta rayar en la megalomanía. Era codicioso. Su sensualidad y su instinto sexual fueron extraordinarios. No era meramente amoral, sino profundamente inmoral. Amó desmesuradamente la pompa y el drama en cada acto de su vida: la deliberada teatralidad de su régimen, especialmente en los últimos años, nunca fue enteramente comprendida, ni siquiera por los más cercanos de los observadores extranjeros”.
Algunos de esos defectos pronunciados de su personalidad tendían a recrudecerse a medida que se hacía viejo y su régimen se corrompía.
(*) Miguel Guerrero, es miembro de Número de la Academia Dominicana de la Historia.
Texto de la conferencia dictada por el periodista y escritor Miguel Guerrero, el miércoles 20 de octubre en la sala Max Henríquez Ureña de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU).