Trujillo mostraba debilidad y aprecio excesivo por los homenajes y las condecoraciones, aunque el doctor Balaguer, uno de sus principales colaboradores a lo largo de sus tres décadas como “jefe” único del país, escribiría que ese “amor desmedido” a las condecoraciones, a los uniformes vistosos y a los espectáculos, “fue también uno de los sistemas que utilizó para influir sobre el corazón impresionable y sencillo de gran parte de la población dominicana”.
Miguel Guerrero (*)
Y V
Betancourt manifestaba cierta tendencia al desprecio de estas manifestaciones de la vanidad. La clase de homenaje que le atraía era aquel que significó, en 1961, la visita a Caracas del Presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, un hombre a quien admiraba sinceramente y quien llegara a aclamarlo a él por haber realizado “un sólido y responsable programa de progreso económico después de una década de falsa demostración, dispendio e indiferencia a las necesidades del pueblo venezolano”.
Aún en sus concepciones concernientes a sus respectivas herencias materiales, estos hombres diferían. Trujillo se inclinaba por la pompa, que ayudaba a encubrir sus complejos sociales y las construcciones de plantas físicas.
Llenó el país de edificios y puentes, muchos de los cuales no sobrevivieron a su régimen. Cada una de esas edificaciones, en el fondo, constituía un monumento a sí mismo. “Tenía afición”, dice Crassweller, “a construir, a producir grandes y sorprendentes efectos, y a transformar el terreno. Siempre estuvo suspendido sobre algún abismo interior, algún sentimiento repulsa, en el que insatisfechas aspiraciones sociales jugaron su parte”.
Betancourt era lo opuesto. Su legado material, en términos de construcciones físicas, no sería tan visible. El tipo de edificación que obsesionaba a Trujillo jamás ocupó lugar importante dentro de sus prioridades.
Su huella sobre la nación resultaría, empero, mucho más profunda. Sus aportes al futuro venezolano serían de otra naturaleza, como la reducción del analfabetismo, el desarrollo de la industria petroquímica, el mejoramiento de la seguridad social, el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la exaltación de la dignidad ciudadana. La fortaleza de esa herencia era inexpugnable. En esto estribaba la cuestión: a uno le obsesionaba la temporalidad, lo fácilmente tangible. El otro trataba de penetrar el futuro.
El dictador era la encarnación viva del poder en su esencia más rudimentaria. Betancourt creía en la democracia y luchaba por ella. Constituiría una imperdonable equivocación, sin embargo, subestimar la capacidad de Trujillo en lo referente a sus obligaciones dentro de su percepción personal del poder. Crassweller profundiza en ese aspecto de la personalidad del Generalísimo.
“Se le ha comparado con Napoleón; con los emperadores de Bizancio que encarnaron tanto a Cristo como al Anticristo; con Kemal Ataturk, el fundador de la Turquía moderna, quien ahorcó a sus opositores y construyó un Estado; con los refinados príncipes y los tiranos de la Italia del Renacimiento; con César Borgia, el hijo del Papa, cuyas sutiles intrigas proveyeron las máximas de Maquiavelo; con Maquiavelo mismo; con una larga serie de caudillos hispanoamericanos; con Stalin, cuyo poder interno fue probablemente menos completo que el de Trujillo, con Hitler y, según el propio Trujillo aprobaba, con Constantino el Grande y Pipino el Breve”.
No hay dudas de que también fue un genio del poder, como admite su biógrafo. “Las contradicciones, flaquezas y caprichos de su personalidad encuadran en una especie de patrón una vez que unas y otros son agrupados en torno del instinto del poder como una corriente central. El poder fue el gran río de su ser, que corre de una extremidad a otra de su vida. De él fueron tributarias todas las demás cualidades de su mente, de su espíritu y de su voluntad”.
Los testimonios de aquellos que permanecieron a su lado, fuera en los años de gloria como en los tiempos de decadencia, han resultado útiles para entender la personalidad del dictador. Uno de los hombres que tal vez mejor lo comprendió, fue el doctor Balaguer.
En La Palabra Encadenada, el después ocho veces Presidente relata: “Los diferentes grupos de colaboradores actuaban en las actividades que le eran naturalmente asignadas. Ante sus servidores honestos, ante los hombres decentes del país, Trujillo apareció siempre como un dechado de virtudes. Jamás se le hubiera ocurrido mencionar un crimen fuera del círculo de los hombres a quienes tenía escogidos para esa clase de actividades”.
Según Balaguer, cada uno de los miles de hombres que pasaron frente al escritorio del déspota en el curso de sus treinta años de dictadura, produjeron en él una impresión distinta. “Unos les complacieron, otros le causaron un efecto desagradable, y muchos fueron objeto de su antipatía y a todos los trató a puntapiés cuando lo creyó necesario. Cuando decía ‘no me gusta fulano’, era porque adivinaba en el sujeto algo que no le hacía acreedor de su confianza. Rara vez fallaba.
El mismo conocimiento que tuvo del corazón ajeno, desarrolló en él un triste concepto sobre la condición humana. No creyó en la buena fe ni en la decencia de los hombres. Todos tenían su precio y todos eran capaces de venderse por un cargo o por una suma de dinero. Por esto trató a puntapiés a la mayoría de sus colaboradores. Por eso sólo abrió a muy pocos su bolsa y a ninguno su corazón”.
Trujillo carecía del sentido de la amistad verdadera. Conforme al relato de Balaguer “su amistad estaba siempre llena de recelos, cargada de reserva. Mientras para Trujillo el poder era parte de su instinto, para Betancourt era sólo un instrumento para el logro de metas e ideales definidos. Dos líderes así no podían jamás comunicarse ni entenderse.
(*) Miguel Guerrero, es miembro de Número de la Academia Dominicana de la Historia.
Texto de la conferencia dictada por el periodista y escritor Miguel Guerrero, el miércoles 20 de octubre en la sala Max Henríquez Ureña de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU).
Trujillo carecía del sentido de la amistad verdadera. Conforme al relato de Balaguer “su amistad estaba llena siempre de recelos”