Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el reino de Dios. Lucas 18: 16
Si recordamos nuestra niñez, vemos cuánta ilusión nos daba cuando nuestros padres nos prometían llevarnos al parque o comer un helado. Eran momentos inolvidables, y queríamos que el tiempo volara para que llegara ese día y no se demorara más. A partir de ese momento lo que hablábamos y pensábamos giraba en torno a eso. Lo más gracioso era contárselo a nuestros amiguitos. Nos gustaba hacerlo porque así íbamos emocionándonos más y, sin haber ido, ya nos sentíamos en ese lugar. Estaba tan presente en nuestros pensamientos que era casi real.
Qué inocencia tan hermosa, la cual nos permitió vivir esos momentos como algo tan grande e inolvidable. Quedamos tan marcados que aquellos nunca serán borrados porque nos llenaron de felicidad y, a pesar de los años que han pasado, nos gusta recordarlos para volver a vivirlos.
Qué grande sería que, de la misma manera que acogíamos la invitación de nuestros padres, pudiéramos hacerlo con cada una de las promesas que nuestro Padre nos ha dado. La Palabra nos enseña que solamente los niños heredarán el reino de los Cielos. Cuando nos habla de esto no se refiere a la edad física, sino a la condición de nuestro corazón, el cual debe ser como el de un niño, quien todo lo disfruta y lo goza, sin despreciar cosa alguna por mínima que sea.