Una amiga soñadora
Ruth, mi mejor amiga, es una soñadora.
A ella, ¿quién la enseñó a soñar? Soñaba, sencillamente, soñaba sin decirle a nadie que soñaba; y desde los nueve años, escogió el nombre que tendrá su nieta. Amelia. Sí, Amelia, me reveló con mucha cautela el nombre, sin darme mayores explicaciones.
Rafael García Romero
El sueño de Ruth, con los años, iba creciendo. Soñaba, incluso, despierta. Deliraba. Creía, a veces, que era azul el color de ese inquietante aleteo de mariposa que sentía en su alma, que era para su sueño, sabía ella, una jaula hecha de barrotes invisibles, férrea e inexpugnable, pero sublime, digna de su sueño a toda prueba.
Desde niña comparte conmigo ese secreto; y entre juegos, vistiendo y desvistiendo muñecas, me hablaba de su sueño. A mí, desde siempre, me gusta escucharla, contándome despacio su sueño. Despacio, muy despacito, mientras lavábamos las ollas, el juego de tazas con diseños floridos y otros utensilios del juego de cocina. Me cuenta la forma de sentirlo y acariciarlo, de soñarlo como un tesoro inmaterial, propio, esencial. Yo, a su lado, en silencio, voy bebiéndome sus palabras; y, a la vez, prometiéndole guardarle el secreto.
La vida nunca nos dio la oportunidad de separarnos. Crecimos. Nos llegó la adolescencia; y durante ese tiempo no recuerdo un solo día que me hablara de ese sueño sin una sonrisa desplegada en su rostro. No hay un solo minuto que no se emocione, cuando me lo cuenta.
Nadie la vio nunca cruzada de brazos.
El sueño que no se sueña, se pierde.
Un día, ya hecha una mujer hermosa, espigada, el sueño, desbordado, ocupó todo su corazón. En esa época la emoción casi la asfixia.
Una tarde la visito.
Era gerente en una concesionaria de automóviles de alta gama. Vivía en un apartamento de lujo, sola. Nos sentamos en la sala, a beber una taza de té; y otra vez la escucho hablar de su sueño. Lo mantiene acorazado en su alma. Aletea y la ilumina. No pierde una noche sin soñar su sueño. Y me repite: los sueños que no se sueñan mueren.
Esa tarde la escuché con mayor atención que nunca. Tengo muchas preguntas dando vueltas en mi cabeza. Y atino a salir de mi mutismo y le hago una, cuidándome, claro, de no tocar nada que la vaya a lastimar. En fin, pregunto, a ver si consigo que disminuya la cantidad de energía y tiempo que dedica a diario a su sueño. Y no dudo que se enferme. La siento, mientras habla, cargada de mucho fervor. Me preocupa su evolución emocional. El grado de ansiedad que dibujan sus ojos.
—El sueño que no se sueña, se muere—, me dijo en la puerta, con una sonrisa a flor de labios, cuando me marchaba.
El primer abrazo, el primer beso, la agonía de la espera, la calma, los suspiros. Hace cuarenta y ocho años que trae ese sueño con la nieta, sublime, muy tierno, amarrado como un hechizo en su alma iluminada.
La esperanza, me dijo ella un día, se encuentra en el mismo lugar donde nacen los sueños.
El tiempo de la espera se volvió para ella un bocal de gran esplendor, que albergaba lucidez, ilusiones y deseos.
Mi amiga todavía espera un novio con actitud, de ojos azules, inteligente, bueno —son las únicas condiciones que pone, según su manual personal de requisitos—, con un vivero inagotable de ilusiones… esos atributos quiere en el hombre que espera para casarse con él y ser feliz.
A su vida llegaron hombres divinos
Amigos de antaño que, sin ella esperárselo, devenían en enamorados sinceros; y, sin tapujos, le manifestaban su amor y fastuosos planes de boda, sin demora. Uno de ellos le entregó plenos poderes. Si aceptaba el compromiso nupcial, ella tendría carta abierta para escoger el lugar de la luna de miel. Podría ser en París, Italia o una isla paradisíaca del Caribe, con fabulosas playas de aguas tranquilas y cálidas, de un azul cristalino… y palmeras que ofrecen pródigas sombras. Una variedad de playas.
Y que satisfacen los gustos más exóticos o exigentes: las hay de arena gris, con guijarros blancos, playas con viento, playas de abundante sol y crepúsculos malva, impresionantes; playas desiertas y silenciosas, de arena fina y con cocoteros. Playas de olas salvajes, violentas, de crestas hermosas, de agua turquesa y un paisaje cargado de cocoteros dispersos.
Hubo uno que estuvo a punto de convertirse en el amor de sus amores, sí, con actitud, inteligente y bueno, pero lo rechazó porque no tenía los ojos azules. Otros, con actitud… buenos y de impresionantes ojos azules, los descartó porque, a primera vista, no se les veía la inteligencia en la mirada.
Todas las noches Ruth se acuesta y se duerme profundamente y sueña. Se encuentra con ese hombre inteligente y bueno, perfecto, de ojos azules, que será el padre de una niña que, ya hecha mujer, se casará con un príncipe, afortunado, de esos que pintan con todo rigor los maravillosos y encantadores cuentos de hadas. Un hombre con altos atributos, digno de ella; y, luego de un embarazo de mimos y fantasía, traerá a este mundo una criatura, tierna, hermosa y alegre, que se llamará Amelia.