Aunque así lo parezca aclaro que no me interesa, ni es mi vocación, ser abogado del diablo, ni es mi intención tampoco restarle gravedad al delito del que se acusa a la “neurocientífica” Elizabeth Silverio, cuya vida dio un giro dramático luego de que Nuria Piera demolió –literalmente– su reputación profesional poniendo en evidencia que sus diplomas académicos y certificaciones internacionales de estudios fueron falsificados.
Desde ese día las cosas solo han ido de mal en peor para ella; le cerraron el centro donde ofrecía sus consultas y terapias, allanaron su casa y se la llevaron presa hasta el sol de hoy, los padres de los niños que antes elogiaban los resultados de sus terapias se querellaron en su contra, y para cuadrar el pasado sábado el Tribunal de Atención Permanente del Distrito Nacional la envió por tres meses a Najayo como medida de coerción, acusada por el Ministerio Público de ejercer la medicina sin exequátur. Y si la fiscal Rosalba Ramos, que ha mostrado una presteza encomiable, logra probar ante un juez esa acusación, podría recibir una sanción de hasta dos años de cárcel.
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Si la idea es “poner un ejemplo”, enviar un mensaje claro y contundente a la sociedad de que se perseguirá con rigor y sin contemplaciones el intrusismo y el ejercicio ilegal de la medicina, puede entenderse mejor lo que ha sucedido con este caso desde que fue denunciado por Nuria, y en cuyo desenlace influirá el tratamiento que ha recibido en las redes sociales, donde poco ha faltado para que se pida la expulsión del país de Elizabeth Silverio.
Pero todos sabemos, porque vivimos en este país y ya hemos visto antes estas ruidosas alharacas, que lo que pasó con la “neurocientífica” es tan solo un hecho aislado en una sociedad demasiado tolerante con lo mal hecho y los farsantes de toda laya que tanto abundan, lo que explica que todavía le hagamos caso a los políticos que nos están engañando con mentiras y espejitos desde que descubrimos la democracia.