Así comienza la novela de Manuel Núñez titulada “El último Sordello”, desenrollando una vida angustiada llena de realizaciones, abismos y contradicciones. Un Sordello es un trovador, a semejanza de su epónimo del siglo XIII, se trata de un poeta trovadoresco de la escuela provenzal italiana que despliega en sus cánticos el amor cortés. Y el hombre que “camina en la niebla de Rapallo”, ese “Último Sordello”, es Ezra Pound, otro poeta. De él, de su vida intelectual esplendorosa, y de sus desgracias se habla en esta novela.
Anciano indefenso que vuelve a Rapallo llevando sobre sus hombros la vulnerabilidad de la existencia, rasgo sustancial de los humanos, y un costado del vivir ineludible, así sea usted presidente, emperador o poeta. Un hombre que ha olvidado quién es. Sin memoria, apenas jirones de sombras que lo envuelven. El personaje narrador lo encorseta, una y otra vez, en el designio más cerrado del ser: “Yo soy nadie”- se repite a sí mismo. Solo que no hay más regla para el hoy que conocer el ayer.
“El último Sordello”, la magnífica novela de Manuel Núñez, es, por lo tanto, un viaje. Hacia atrás. Hacia las reconditeces de los motivos que llevaron a un hombre tan lúcido, tan inteligente, tan sobresaliente en el mundo intelectual de la época, a convertirse en la despreciable voz del fascismo en toda Europa, en medio de los estragos de la Segunda Guerra Mundial. Ha purgado doce años en un manicomio, es “un esqueleto que parece desarmarse al caminar”, y todo su pasado fascista se revuelve en el rostro silencioso que avanza bajo la niebla, y a la soledad.
También la muerte lo cerca. No la muerte que inexorablemente le espera, como a todos los humanos; sino la que lo convirtió en un renacido, de la que lo salvaron los grandes intelectuales de la época, sus amigos Willian Carlos Wilians, T.S. Eliot, Robert Frost, Archibald Macleish, Allen Ginsberg, Ernest Hemingway y otros notables de la postguerra; porque en razón de sus actividades a favor del Eje Alemania, Roma, y Japón, fue llevado a juicio en los Estados Unidos, y sin el peso del testimonio de estas figuras del arte y el pensamiento, su condena a muerte era segura. Para rescatarlo, alegaron locura, desplegaron una copiosa argumentación llena de ternura y reconocimiento espiritual al aborrecible acusado que rememoraba en el telón de fondo de su escuálido ser las barbaries de la guerra y el absurdo, escenificados en el centro mismo de la orgullosa cultura occidental que con la guerra había extraviado el racionalismo cartesiano.
Pero en el discurso de la ficción, el que camina en la niebla de Rapallo es “un anciano indefenso cogido en la horca de la razón política”. El autor no tiene otro camino que no sea escarbar en una voluminosa rememoración de la culpa, situando a cada quién en el escenario de la historia. Son muchos los diálogos con personajes de la cultura y la política italiana, y el teatro del juicio al reo Ezra Pound, en los Estados Unidos, que sirven para desmadejar por completo la convicción de la condena previa. Marinetti, Gentile, Passolini, y muchos otros, están confrontados ante “el hombre que camina en la niebla de Rapallo”.
El diálogo con Passolini es demoledor. Marinetti, Gentile, Pirandello, Marconi, son piezas del mismo triángulo de opresión del fascismo, pero Pasolini es un retoño del tiempo, un joven con todos sus bríos e impetuosidad que llega a acusarlo. Lo pone ante las cámaras, lo increpa, hace una disección de su pasado, y termina rendido. En un giro magnífico, le propone:
“Haré un pacto contigo, Ezra Pound, te he detestado ya bastante”.
Después de las numerosas deliberaciones que desfilan en el juicio, Pound es declarado mentalmente incapaz, y enviado al Sanatorio de Saint Elizabeth. En la novela se ve claramente que escapa de la muerte física, material, y el mallete sonando lo devuelve a un mundo en el cual ya no cabía. Narcisista, engreído, con complejo de superioridad, el mundo que apoyaba con vehemencia en las nueve cartas que escribe a Benito Mussolini, y en la voz exaltada que sonaba estentórea en los cielos de Europa en medio de la guerra, está hecho añicos a sus pies.
“El último Sordello” coincide en el tiempo con un auge de la figura de Benito Mussolini como personaje de la novela europea, particularmente por las dos novelas de Antonio Scurati, “M. El hijo del siglo” y “M. El hombre de la providencia”, y ese hecho le da mayor relevancia a la novela de Manuel Núñez. En cierto modo, Scurati emplea procedimientos imaginistas recurriendo al documento fehaciente del hecho histórico, y escasamente modificando el dato histórico con el discurso de la ficción.
Manuel Núñez también recurre al dato histórico, a la investigación, al testimonio. Pero adultera los tiempos y los confunde (El doctor Antonio Zaglul aparece como personaje, él mismo entra al discurso de la ficción, emplea dominicanismos para ilustrar determinadas circunstancias, moldea los rasgos de sus personajes desmenuzándolos como un narrador omnisciente, etc), aunque su texto, como el de Antonio Scurati, no deja de ser más que un relato. Me imagino el impacto que tendría “El último Sordello” si se publicara en italiano.
Muchas veces en mi vida de lector sentí el pálpito de que Ezra Pound era un personaje de novela. Una vida tumultuosa, los episodios de una crápula existencia desperdigados en la ruta; y el legado de una obra poética robusta que perdura con fuerza.
Hasta una cierta e indescifrable bondad. Ahí están sus esfuerzos por difundir las obras literarias de otros autores, y sus cánticos contra la usura y la mezquindad. Estoy más que satisfecho con “El último Sordello”, la novela de Manuel Núñez. Una verdadera lección de buena escritura, una exhaustiva investigación documental, y una novela que escala la estantería de la excelencia de la literatura dominicana.