La independencia con que debe regirse a plenitud la Procuraduría General de la República, y que es ya su rasgo fundamental, debe incluir efectivamente liberarla de obligaciones que no guardan verdadera afinidad con su compromiso supremo de representar a la sociedad ante los tribunales en la lucha contra el crimen, lo que en esta nueva etapa nunca vista, llena densa y complicadamente los espacios que se reservan para el manejo de gruesos expedientes con acusaciones de corrupción. Exhumar por iniciativa del Poder Ejecutivo las incumbencias de orden administrativo hasta 1964 del finado Ministerio de Justicia responde con toda lógica al interés nacional de que el Ministerio Público pueda concentrar su atención y competencias sin desviaciones hacia lo accesorio en los encausamientos sin parangón de la primera lucha seria de este país contra la corrupción.
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No escapa a conocimiento de la sociedad que tras hacerse crecer por vía de los canales presupuestales los recursos físicos y humanos a disposición del Ministerio Público, los hallazgos impresionantes de indicios de delitos contra la Cosa Pública han tenido también un rumbo ascendente en desafío mayor a la capacidad institucional para sostener procesos que conllevan indagaciones muy especializadas, laboriosas y hasta detectivescas sobre prolongadas actuaciones de funcionarios anteriores, rompiéndose una tradición de dar de lado continuamente a las señales de múltiples manejos indecorosos.
Váyanse a otra parte la administración de recintos penitenciarios, la burocrática custodia de bienes incautados, las funciones del Instituto Nacional de Ciencias Forenses y el recaudo de multas, entre otros engorros que resultan de la delincuencia de cuello blanco o de la que sigue actuando a todo dar y por muchos sitios con perfiles de violaciones comunes y vulgares a la ley.