Las compuertas por las que penetra la inflación de otros orígenes a la República Dominicana son más anchas de lo que aparentan y la supuesta condición de país que produce el 80% de los alimentos que consume pasa por alto la persistente dependencia de las importaciones de insumos, materias primas y bienes terminados e intermedios (a mitad de camino en su elaboración) lo que niega suficiente capacidad a la economía local para resistir el doble choque de pandemia y guerra.
De una continua llegada de buques y aviones emergen alimentos, una gran parte de sus componentes y bienes semiprocesados para más de diez millones de habitantes atados además a usos y costumbres, a veces dispendiosos, que solo son posibles con el empleo de una energía que casi en absoluto debe generarse con combustibles foráneos y críticos en sus cotizaciones en el seno de los movimientos de mercado donde la OPEP, que nada tiene de dominicana, cuenta con demasiado poder sobre la suerte de esta nación.
Valga el diagnóstico sobre una amplia gama de artículos que incluyen a los medicamentos de nombres estrambóticos que arriban elaborados casi por completo para que luego acá, mediante los ensamblados empresariales de la supuesta sustitución de importaciones, salgan al mercado nacional con etiquetas que les asignan la «nacionalidad» dominicana con escasas razones para merecerla.
Sin el infaltable ingreso de embarques de trigo y de maíz, y del sorgo y la soya que hacen posible como forrajes los aportes de la ganadería «dominicana», no habría suficiente oferta en el mercado local de los muy demandados derivados de las harinas ni de pollos ni de cerdos.
Súper dependencia
Tampoco habría una apreciable cantidad de productos lácteos, entre ellos algunos de dudosa composición porque las tecnologías industriales modernas sirven hasta para hacer milagros y los derechos sin límites a importar la versión en polvo de la leche han servido cada vez más para echar a un lado a las vacas criollas, a veces esqueléticas y de ubres modestas.
Por demás, la mayoría de los cultivos del campo de cierto exigencia para ser rentables permanecen muy subordinados a la aplicación de herbicidas y abonos de ultramar y de fuera llega al granel como carga parcialmente elaborada la casi totalidad de las toneladas de granos básicos de los que se extraen subproductos oleaginosos imprescindibles para un gran número de preparaciones de lo que aquí se come en el país.
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Con todo y que produce azúcar de caña, tubérculos, leguminosas y los renglones cárnicos de mayor demanda, el país tiene que destinar miles de millones de dólares al año para que a sus terminales portuarias lleguen furgones con peces y mariscos desde bajas categorías y dudosa calidad hasta los de costos prohibitivos porque la pesquería local no alcanza y por añadidura hay que atender una demanda de exquisiteces de fuentes acuáticas que hace innecesario a los ricos viajar a las capitales gourmet del resto del mundo para deleitarse.
También pasan por aduanas el azúcar de remolacha y la variedad líquida de edulcorantes que en grandes cantidades utilizan las industrias refresqueras, embotelladoras voraces en el uso de concentrados y saborizantes de lejana procedencia, incluyendo los de frutas que nada tienen que ver en sus cultivos con la campiña quisqueyana y de envasados lácteos provenientes de vacas de alto rendimiento que nunca conocieron el ardiente calor del trópico.
Apariencia Nomás
No puede creerse que las papas, habichuelas y cortes de vacunos, porcinos y carne blanca que llegan a las mesas de hogares y restaurantes siempre son de plena factura local o que las cervezas que acompañan los entusiasmos y refrescantes momentos de la cotidianidad son, como dicen algunas de sus marcas, de calidad nativa, pues no serían posibles sin las maltas, levaduras y envases de vidrio y metales que tienen que viajar por cielos y mares para que muchas bebidas y platos estén a disposición de los compradores locales.
Los importadores compiten desastrosamente con la pecuaria de estos 48 mil kilómetros cuadrados haciendo provecho de los costos bajos que a veces pueden lograr para que el dinero les rinda más en las adquisiciones que llevan a cabo en lugares del planeta en los que la eficiencia productiva de los hatos constituye una bendición gracias al impulso de los subsidios estatales de allende los océanos.
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Tomando cualquier año reciente como muestra del constante grosor mayor que alcanzan los aprovisionamientos para fines agroindustriales que llegan de otras tierras se sabría que sus costos han girado, lustro tras lustro y mal contados, en torno a los 500 millones de dólares mensuales.
La meta de la autosuficiencia sigue rezagada y mucho de lo que se trae de orígenes distantes se destina a los ensamblajes y empacados de artículos a los que se imprime la facha de productos criollos y otras formas no transparentes para el limitado entendimiento de los consumidores.