Un poder sostenido por Dios y el abedul

Un poder sostenido por Dios y el abedul

POR LUIS O. BREA FRANCO
Hegel en 1830 impartía en la Universidad de Berlín sus lecciones sobre Filosofía de la historia universal, en ellas describe las características de la nueva época, la edad moderna. Allí señala, que tanto Rusia como Siberia se hallan “fuera del ámbito de nuestro estudio”. Con palabras exactas decía: “Precisamente hay que excluir [del campo de la historia] a Siberia.

La estructura de ese país no es apropiada para que constituya como teatro de una cultura histórica y pueda crear una figura de la historia universal”.

En cuanto a la parte europea de Rusia, Hegel se expresa con igual brevedad y contundencia. Primero habla del componente racial eslavo, que –afirma– se mantiene “en su pureza primitiva”; luego agrega: Rusia “sólo desde hace cien años ha empezado a asimilarse a la cultura europea, pero no ha intervenido aún en su proceso formativo”. Su actuación –continúa diciendo– “ha sido sobre todo en el marco de la política exterior y allí ha reaccionado con el poder macizo de lo sólido”. Es decir, con pura violencia, con la fuerza bruta. Para Hegel el aporte de la cultura rusa a la europea, al discurrir el año 1830, ha sido nulo.

No es de extrañar que juicio tan duro, de parte del filósofo que mayor influencia ejercía sobre los intelectuales rusos en los años finales de la tercera década del siglo XIX -años en que maduran actitudes sociales e ideas derivadas del Romanticismo del que, también Hegel, trae sus raíces- abriera un apasionado debate, que dominaría, con altas y bajas, durante todo el siglo XIX, en el pensamiento, la literatura y, en general, en las luchas sociales de Rusia.

La obra de Dostoievski después de su regreso de Siberia en 1859, constituye un intento de responder a algunas cuestiones fundamentales derivadas de la visión hegeliana: qué es Rusia; cuál es su destino; qué nueva visión creativa aportará el pueblo ruso a la humanidad; por cuáles vías realizará sus fines, su misión histórica.

Dostoievski pertenece a la generación de los años cuarenta, que se diferenció de la siguiente, la de los años sesentas; fue parte de la generación de “los padres”, que contrasta con la de “los hijos” si damos sentido historiográfico al título de la novela de Turgenev: “Padres e hijos”.

Sin embargo, habría que tener presente que el escritor elaboró sus más valiosas creaciones sólo después del 1860. Su curva vital abarcó casi 60 años: nació en octubre del año 1821 y falleció el 28 de febrero de 1881; su vida transcurrió bajo el reinado de Alejandro I, Nicolás I y Alejandro II.

Alejandro I reinó de 1801 al 1825, fue el emperador que enfrentó victoriosamente a Napoleón y ocupó triunfante París a la caída del coloso francés.

Desde los inicios del Congreso de Viena de 1815, Alejandro promovió la creación de la “Santa Alianza” entre Austria, Prusia y Rusia, con el objetivo de crear una especie de Internacional cristiana, con la finalidad de apuntalar los regímenes “legítimos” sostenidos en un poder otorgado por gracia divina y combatir por todos los medios, aún con medidas preventivas, cualquier intento de modificar el status quo nacido de la Restauración.

En el frente interno, Alejandro fue tibio reformador; procedió con suma cautela y por vía de experimentación.

Leyó a Adam Smith y comprendió la necesidad de transformar el sistema de tenencia de la tierra y la servidumbre de la gleba. A tal efecto promovió una reforma piloto en las provincias rusas del Báltico.

También, en 1818, concedió a las provincias polacas una constitución y un parlamento, con la promesa de que si no se alteraba el orden otorgaría ese régimen a los otros territorios.

Empero, después de un levantamiento de la guardia en San Petersburgo, se convenció que lo efectivo era la mano dura y aplicó una política represiva.

El historiador y filósofo inglés, Isaiah Berlin, ha señalado –justamente, creo– que el ingreso de Rusia a Europa se alcanzó durante su reinado: “la invasión napoleónica colocó a Rusia en el centro de Europa”.

Este hecho trajo como consecuencia que las ideas y procedimientos liberales promovidos por la Revolución Francesa llegaran a conocimiento directo de la nobleza militar que ocupó París.

El mismo acontecimiento contribuyó, además, a consolidar un fuerte sentimiento de unidad nacional y avivó, en las élites intelectuales rusas, el deseo de integrarse a Europa, adoptar esquemas liberales de gobierno y transformarse en una nación moderna.

Frente a esta perspectiva se produjo inmediatamente una reacción, tanto del poder imperial como de grupos tradicionalistas, que dio origen a un contramovimiento pro-eslavista: ante los valores “decadentes y vacíos” de Europa occidental, propiciaban el retorno de Rusia a sus tradiciones ancestrales ligadas a sus raíces eslavas y a los principios cristianos de la fe greco-ortodoxa de origen bizantino.

El debate en torno a la identidad y el sentido de la nación rusa, a sus posibilidades históricas y a las más adecuadas modalidades para integrar a todo el pueblo ruso en la edificación de este destino, sea mediante la adopción de los valores, metros y modelos de práctica política y social de Occidente, sea a través de la reapropiación de sus raíces históricas, religiosas y culturales, constituirá el eje de la vida intelectual rusa hasta el XX.

La tarea consistirá en buscar opciones viables, socialmente constructivas, a partir del planteamiento de esta problemática en todos los campos de la vida, la historia y la cultura.

Es en este contexto en que hay que situar el reinado del zar Nicolás I, hermano y sucesor de Alejandro I, que gobernó desde el 1825 al 1855.

Durante su regencia el territorio creció y se confeccionó un código que sistematizaba y unificaba toda la legislación; empero, conmovido por la rebelión de la guardia de San Petersburgo el día de su jura como zar, consideró que la única forma de gobernar era mediante decretos imperiales. 

Nicolás I fue visto en Europa como paradigma de tirano y se le aplicaron motes de: “apaleador”, por la severidad de los castigos corporales que ordenaba; y “gendarme de Europa”, por el apoyo apasionado con que sostuvo con el fuego de las armas, los tambaleantes regímenes de Prusia y Austria durante la revolución del 1848.

Fue hombre metódico, calculador, que se veía a sí mismo como ingeniero militar; dotado de pocas ideas expresó con extrema concisión los principios de su absolutismo autocrático.

El poder del zar proviene directamente de Dios por el misterio de la gracia divina otorgada con el nacimiento. El emperador debe corresponder a esta gracia velando por el mantenimiento de la fe, el orden y la moral de sus súbditos; debe mantenerse apegado a la tradición y a sus formas. Su lema fue: “Ortodoxia, autocracia y patria”.

Lo primero se refiere a la necesidad de defender “super omnes” la Iglesia ortodoxa, su profesión de fe, su liturgia y ministros.

Lo segundo rige en orden al poder absoluto de los zares como ungidos de Dios; podían disponer de todos los asuntos públicos y de la vida de humanos y animales. Eran los dueños de todo bien material, limitados en este ejercicio sólo por su propia voluntad. Por encima de sí tenían a Dios, que se revelaba en su conciencia. Los zares podían disponer de todo más allá de toda ley, pues eran la fuente de todo derecho.

El tercer término: “Patria”, resume los anteriores. Esta se revela en la fidelidad a Dios, al zar, a la fe y a sus tradiciones; destella en la obediencia al trono y a sus oficiales; compromete a un respetuoso cuidado por el “sagrado” suelo de Rusia y sus frutos.

Su ideal educativo aspiraba a conquistar la juventud para la ciencia, manteniendo, empero, en ella, profunda fe en los fundamentos de Rusia.

Todos los estudiantes debían cursar, como disciplina obligatoria, la teología. Se prohibió la enseñanza de: derecho constitucional, economía, ciencias históricas, filosofía y metafísica.

La lógica y la psicología debían ser expuestas únicamente por teólogos. Se prohibió en aula toda alusión a las relaciones entre terratenientes y siervos y los viajes a Francia por estudios, estos debían limitarse a Alemania: tres años los plebeyos y cinco los nobles. 

Encontré en “Los hermanos Karamásov” una frase, que expresa el viejo Karamásov, en que condensa la visión represiva del mundo de Nicolás I: “La tierra rusa es fuerte gracias al abedul. Si se abaten los bosques, adiós tierra rusa”.

El abedul es un árbol de hasta 20 metros de altura, de corteza blanca, muy común en Rusia en tierras templadas. La expresión se refiere al modo en que se aplicaban, durante el régimen de Nicolás, los castigos corporales: latigazos sobre la espalda desnuda. Para ello se empleaban flexibles varas verde de abedul, que firmes y vibrantes hieren desgarradoramente la piel en la flagelación.

Nicolás abolió la pena de muerte; mas cuando deseaba lograr ese efecto, recomendaba al verdugo: “hazlo pasar doce veces por hileras de mil baquetas de abedul”.

La reina Victoria de Inglaterra, después de la visita de Nicolás I en 1844, lo describe sombrío: “La expresión de sus ojos es terrible, nunca he visto otros semejantes”. El pintor francés Horace Vernet, que retrató a Napoleón, a Luis Felipe y a Nicolás I, lo recuerda con idéntica tonalidad: “Es el hombre más duro que jamás he conocido”.

El autor es filósofo
lobrea@mac.com

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