La democracia liberal es tan ingenua, generosa y bondadosa que –paradójicamente– brinda los medios para su propia destrucción.
Para comenzar, en las páginas de la historia universal sobran ejemplos de acontecimientos políticos y sociales –con trasfondo económico– que han confirmado esa tesis, mediante el tránsito de regímenes democráticos a regímenes autoritarios por vía de elecciones “libres” y “democráticas”.
Por otro lado, la emergencia nefasta y desgraciada de la post-verdad –supeditando los hechos objetivos a las emociones y creencias personales– y las noticias falsas, retratan la incertidumbre y amenazas que traen consigo los canales de expresión y difusión del pensamiento.
De espaldas a la “arritmia histórica” del profesor Juan Bosch –en consonancia con la tendencia global– en nuestro país han surgido desviaciones que debilitan los valores fundacionales de la democracia liberal occidental, en un contexto donde creíamos superado el oscurantismo.
El debate que se escucha a diario en los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales difiere diametralmente de cómo construir una sociedad más rica, justa y próspera, fundamentada en el mercado y la libre empresa como principal motor del desarrollo, que impere dentro del Estado Social y Democrático de Derechos como establece nuestra Carta Magna, además de una necesaria y real separación de los tres poderes del Estado; el legislativo, ejecutivo y judicial.
Lo que hemos de leer y escuchar son apelaciones a cuestiones de orden personal y descalificaciones que más que fortalecer, empobrecen la calidad ideológica del debate político cotidiano.
El Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, lo comprendió con claridad meridiana, de ahí que, en su más reciente libro :“La llamada de la tribu”, afirma con auténtica genialidad que el liberalismo en lo social: “ es una actitud ante la vida y ante la sociedad, que se fundamenta en la tolerancia y el respeto, en el amor por la cultura, en una voluntad de coexistencia con el otro, con los otros, y en una defensa firme de la libertad como valor supremo, garantizando la convivencia en la diversidad”.
Como consecuencia, nos preguntamos, ¿pueden considerarse liberales quienes se desvían de los valores del respeto y la tolerancia, pretendiendo erigirse en dueños de la verdad absoluta? O, quienes se amparan en una falsa superioridad moral para cuestionar sin reparos ni miramientos sus adversarios, destilando maliciosamente odio y veneno. Paralelamente, ¿quienes se suben en la cresta de la ola populista contra el viento de la objetividad y la marea de la razón?
En otras palabras, quienes atentan contra la voluntad de coexistencia en la diversidad; estimulando la ira, el rencor y aversión social, a través de la polarización de los grupos que interactúan en la sociedad dominicana, están en el espectro ideológico opuesto al liberalismo.
En cambio, siempre es mejor, mil veces mejor –a decir de Stuart Mill– ser Sócrates insatisfecho que un populista satisfecho. El populista por su propia naturaleza maniquea está conforme con su opinión, solo conoce un lado del asunto; el suyo. Sin embargo; como afirma Mill: “Sócrates, para comparar, conoce ambos lados”.
En definitiva, nos hace falta una dosis de liberalismo.