La cosa no es para tanto. Más que nada porque con la construcción, de manera unilateral, de un canal sobre el río Masacre con la intención de desviar sus aguas el tiro le ha salido por la culata a los haitianos, que ahora retoman su retórica de víctimas para quejarse de que al poner en operación el sistema de bombas en La Vigía su medalaganario canal se ha quedado sin agua en su cauce, completamente inutilizado.
Es por esa capacidad para hacerse las víctimas ante los ojos de la comunidad internacional, predispuesta a considerarnos siempre, en lo que se refiere a nuestros vecinos, los malos de la película, que no es buena idea la propuesta que acaba de hacer la Federación Nacional de Transportistas Socialcristianos de no montar haitianos desde la frontera aunque hayan comprado sus boletas en las paradas, debido “a la inminente amenaza que representan”.
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Aunque resulta evidente que la forma en que Haití construyó ese canal puede considerarse, desde cualquier punto de vista que se mire, como una provocación, hay que agradecer que el Gobierno haya sido prudente y no se dejara provocar llevando el conflicto al terreno que le gustaría a los que en Haití buscan alborotar las aguas para tratar de pescar en río revuelto, sin importarle las consecuencias para su propio pueblo ni para las relaciones entre dos naciones que están obligadas a entenderse porque se necesitan mutuamente.
Crear aquí una especie de apartheid no permitiéndoles subir a los autobuses o negándoles otros servicios esenciales solo agravaría las cosas, sin olvidar que casi un millón de haitianos viven entre nosotros, cocinando en nuestras casas, arreglando nuestros jardines, cuidando nuestros edificios de apartamentos y un largo etcétera, además de los que trabajan en la construcción y la producción de alimentos. ¿De qué lado creen ustedes que se pondrían si, como sugiere la retórica inflamada de nuestros nacionalistas, los tratamos como si estuviéramos en guerra con Haití?