Gracias y benditos sean
el Sol y la Tierra
por este pan y este vino,
esta fruta, esta carne, esta sal,
este alimento;
gracias y bendiciones
a quienes lo preparan, lo sirven;
gracias y bendiciones
a quienes lo comparten
(y también a los ausentes y a los difuntos.)
Gracias y bendiciones a quienes lo traen
(que no les falte),
a quienes lo siembran y cultivan,
lo cosechan y lo recogen
(que no les falte);
gracias y bendiciones a los que trabajan
y bendiciones a los que no puedan;
que no les falte — su hambre
hace agrio el vino
-y le roba el gusto a la sal.
Gracias por el sustento y la fuerza
para nuestro bailar y nuestra labor
por la justicia y la paz. Rafael Jesús González
Este hermoso poema lo recibí en el chat de la familia, enviado por mi cuñado-hermano, Simón Suárez. No conozco su autor, pero confieso que al leerlo me hizo cambiar la perspectiva de este artículo. Había iniciado su escritura con desasosiego, tristeza infinita y desesperanza.
Su lectura me hizo redescubrir de nuevo la alegría de vivir, de saberme viva, de sentir cerca a los míos, a pesar de que nos separa la distancia física.
Pocas veces he escrito y reescrito tantas veces un Encuentro. Ni siquiera aquellos en que planteo posiciones críticas o polémicas de la política criolla. Ha sido más fácil para mí escribir sobre Edgar Morin y su último libro, que este Encuentro de hoy.
Estoy sufriendo la dualidad de expresar mis sentimientos y angustias por esta navidad tan atípica; pero no quiero que piensen que he perdido las esperanzas y el deseo de vivir y hacer e inventar mil cosas. Soy una mujer que ama escribir, dar clases, investigar; pero que también ama el calor de los amigos, las confidencias con las amigas; los abrazos de los hermanos, la complicidad con los sobrinos y los cuñados.
El zoom de los domingos, que ya se ha hecho un hábito desde abril de este año, para vernos aunque sea virtualmente, no puede, no podrá nunca, sustituir al calor humano. Algunos de esos domingos me pongo nostálgica hasta las lágrimas, de tener que conformarme con este espectáculo improvisado.
Buscamos reírnos, ponernos al día, unir nuestros corazones a través de la pantalla, pero es difícil, es muy duro.
Extrañaré este diciembre la reunión de fin de año de mis “Superchicas”, las amigas-hermanas del colegio, que hemos formado una comunidad sincera después de haber construido nuestras vidas.
Me hace falta mi cuaderno planificador en el que organizo el calendario de las cenitas íntimas con los amigos más cercanos y queridos de nuestro entorno. Poner la casa bonita para la llegada de los invitados. Preparar el menú junto a Rafael, que es el chef maravilloso de esta pareja.
Añoraré la hora feliz de una tarde de diciembre en la cual convoco a mis amigas al patio de mi casa para cantarle a la vida y agradecer por cada día vivido. Y entre vinos, bocadillos y canciones disfrutamos del placer de lo pequeño, pero, sobre todo, de la renovación de nuestros lazos invisibles que nos unirán hasta la muerte.
Este diciembre no tendré que preparar el almuerzo con el equipo del Centro de Estudios Caribeños, como ha sido la tradición. Ese grupo espera ese momento íntimo entre nosotros para fortalecer nuestros lazos de amistad, más allá del trabajo y el deber. Lamentablemente tendrá que ser postergado.
Hace 10 meses, casi todo el año 2020, que un virus maldito y voraz interrumpió de manera abruptamente sorpresiva nuestras vidas. Detuvo el mundo. Nos alejó físicamente de los seres amados. Después del primer brote mortal, ahora se desarrolla una segunda ola, especialmente en Europa.
Nosotros hemos tenido la suerte de que el virus no ha sido tan devastador, a pesar de que gran parte de la población no ha respetado el protocolo.
La prudencia nos llama a que estas navidades sean diferentes. Las festividades que organizábamos familiar y laboralmente no podrán ser. Tendremos que replegarnos con nuestro círculo más íntimo, para celebrar la vida, brindar porque estamos vivos y orar por los que ese virus maldito les arrebató la vida.
Por primera vez en más de 30 años, la tropa Sang Ben no podrá juntarse. Ni podremos abrazarnos, ni hacer los intercambios de regalos, ni las bromas, ni las comelonas interminables. No escucharemos el correteo de los nietos, ni sus ansiedades esperando los regalos.
Tampoco podremos nuestra tradicional cena de navidad el 24 de diciembre. Nuestra familia, unos amigos y mi hermana Sukyien y su familia tenemos la tradición de juntarnos a celebrar el nacimiento de niño Dios.
Mi razón me dice que es lo más sensato suspender. Mi corazón está triste y feliz al mismo tiempo.
Una dualidad existencial que nos embarga a todos. La nostalgia me ha arropado en esta tarde que escribo este Encuentro, tan mío, tan íntimo, tan nuestro. Como ser humano que soy, tengo derecho a la tristeza, tengo derecho a extrañar los abrazos de amor sincero, sellando así la decisión de amarnos hasta el final de nuestras vidas. Extrañaré las voces que gritan y cantan desafinando todas las estrofas de los villancicos navideños.
Faltan cinco días para la nochebuena. Mi corazón se acelera de solo pensarlo. ¿Cómo nos sentiremos encerrados en nuestros caparazones? ¿Nos dará una tregua el virus? ¿Permitirá que por lo menos cenemos tranquilos sin las inquietudes que nos genera por temor a infectarnos?
Aunque estemos tristes, como lo estoy yo ahora; aunque estemos nostálgicos, como lo estoy yo ahora; aunque extrañemos los abrazos; como los he extrañado desde hace 10 meses; el mañana existe, el futuro lo construimos con nuestras acciones del hoy, del aquí, del ahora.
¡Qué dura ha sido esta prueba de vida para todos!
¡Qué la esperanza que representa el renacer del niño Dios, nos dé las fuerzas necesarias para seguir hacia adelante! Amén.