El “teteo”, el desorden en el tránsito, el ingreso indiscriminado de ilegales, la corrupción, el transfuguismo, la compra y venta de voces y plumas, el narcotráfico, una parte del alto empresariado rentista y compromisario con el Gobierno de turno, son algunos de los signos que presagian una sociedad en descomposición y con un diagnóstico de pronóstico reservado.
Esta sociedad se rasgó las vestiduras cuando la gleba bajó de los barrios y tomó el sacrosanto Patrimonio de la Humanidad, nuestra Ciudad Colonial, donde se han invertido cientos de millones de dólares para beneficio de una elite empresarial, sin embargo, eso mismo en la calle 42 solo es tema de reportajes aislados de la prensa, cuando esto es una clara manifestación de una clase sin oportunidades, sin educación, pero con metas de riquezas y la única oportunidad es el microtráfico y la incorporación a bandas como símbolo de ascenso en la escala del “tigueraje”.
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Ese problema irá en ascenso en dimensiones insospechadas si seguimos con una educación pésima, jóvenes desertores de la escuela sin aprender un oficio, una economía cuyo crecimiento alimenta al 10% de los más ricos y un barrio que las únicas posibilidades de ascenso social está destinado a privilegiados en el talento deportivo o eso que llaman música urbana, quedándoles al resto el camino del delito.
El tránsito, con motoristas inmunes al respeto de la ley, en un país donde las calles y las carreteras es el lugar para la catarsis de los frustrados sociales y los sociópatas, que nos convierte en el top one a nivel mundial en mortalidad por accidentes de tránsito, porque no hay autoridad capaz de imponer la ley.
El ingreso de haitianos merecería un artículo aparte y tengo años escribiendo y hablando sobre el tema y cuando pensamos que se convertiría en agenda gubernamental, lo es por razones electorales; pero ningún país puede permitir que un ingreso de una etnia diferente amenace la cultura, la religión, las costumbres, la economía y hasta el dominio de las instituciones tan pronto representen una mayoría.
La corrupción sigue siendo un mal endémico y el cambio, a pesar de las esperanzas, ha demostrado su incapacidad para detenerlo y lo más lamentable es cuando se nos desploman del olimpo jóvenes funcionarios despilfarrando potenciales carreras políticas exitosas.
La compra y venta de conciencias fue un fenómeno que se aceleró en el periodo post-Balaguer y hoy observamos estupefactos fortunas inimaginables obtenidas por los mercenarios, leales al ocupante de palacio, y ventorrillos políticos cuya orbita es el lugar donde se hacen los decretos.
Merecería un capítulo aparte los nóveles exitosos, en rating y riquezas, cuyo mérito es competir en altisonancia, insultos, descalificaciones y palabras soeces. El periodismo y la comunicación decente es una especie en extinción.
El narcotráfico, a pesar de los decomisos, sigue saltando estacas mayores y el lavado, ostensible con vehículos de lujo, viviendas opulentas y propiedades rurales que compiten con fincas de países desarrollados, es inocultable y un equilibrante del déficit externo.
Pero bueno, la esperanza sería un empresariado competitivo e innovador, pero no, una buena parte es rentista, trepador y responsable de una democracia capturada por el dinero.
No quiero ser pesimista, nunca lo he sido, pero un golpe de ariete político y social debe acontecer en este país para torcer este rumbo que nos lleva al precipicio como nación.