Fue publicada como: “Obra de Aijem”, que es el anagrama de “Mejía”, posiblemente para mantener su autor en el anonimato, dado su contenido controversial, pero aparece en la lista de las obras del autor; así que no rechazó su novela.
En verdad, al leer La Caída de las Alas nos percatamos de que en esta novela, a pesar de casi desconocida, tenemos una obra que amerita entrar y quedarse en la novelística dominicana, dentro de su género, algo verdaderamente bien hecho. Es una novela de corte decadente, quizás la única de ese género -si excluimos La Victoria (1945), de Carmen Natalia, presente en la novelística nacional.
La Caída de las Alas consiste en la historia de un héroe decadente —Alfonso de Sales, un rico y prestigioso abogado habanero. En París, donde lleva vida de dandy y fue elegido miembro de la Academia Goncourt por sus dotes como novelista, Alfonso recibe la noticia de la muerte de su padre, Don Álvaro, y regresa a Cuba para ponerse al frente de los negocios familiares. Odia a su madrastra, Rosario, una hermosísima mujer más o menos de su edad, a quien considera responsable de la muerte de su padre, causada por celos. Pero este odio encubre su pasión por ella, que por ser cuasi incestuosa, no era aceptable por la sociedad. Como resultado del constante asedio de Rosario, Alfonso se entrega a su pasión y olvida odio y censura social. Fiel a su filosofía de hombre decadente, quiere ser un hombre libre de todo prejuicio social, como Rosario, que acepta la vida como la única medida para una existencia feliz, que quiere decir pasión.
Así, dos “compañeros” de “almas selectas”, se encierran en un sublime egoísmo, buscando su complemento en el acto sexual en sí. Hay que vivir esa pasión, sostiene Rosario, ya que esa es la verdadera existencia para el ser humano en su máximo desarrollo. Cuando esta llegue a su fin, entonces ya no tendría ningún sentido seguir juntos, y simplemente se separarían de la manera más natural.
Como tiene un carácter “filosófico”, Alfonso no acepta todo esto con aquella fe ciega con que lo profesa Rosario. Es presa de periódicas dudas, y solo aturdiéndose en la infinidad de sus coitos logra superarlas. No solo se une sexualmente a Rosario, sino que busca activamente todas las mujeres que encuentra: su esposa Julieta, Isaura, su amante, la criada, prostitutas e incluso una enfermera que atiende a Rosario en la clínica donde verá la luz su hijo. Alfonso no acepta la homosexualidad, pero la ensaya como forma de aturdimiento y como “recherche”, en su concepto decadente de la vida.
Al final, la novela se reduce a un diálogo filosófico entre Rosario, con la pasión como única verdad de la vida, y Alfonso, su contraparte, que no logra superar su temor a las “sombras”; o sea, a las convenciones sociales. Rosario quiere que Alfonso sea como ella, completamente libre de cualquier escrúpulo moral, pues esa sería la “verdadera moral. Por eso lo seduce y le hace olvidar su odio por ella. Alfonso, en otras palabras, tiene que enfrentarse a esa pasión que lo obsesiona- poseer a su bella madrastra. Al quedar encinta de él, Rosario se niega a abortar al hijo, como Alfonso desea, por ser incestuoso. Por el contrario, quiere dar a luz al hijo, que sería la prueba tangible de su superioridad sobre los demás, o sea, sobre la sociedad y sus prejuicios. Frente a la posibilidad del hijo incestuoso, Alfonso siente el peso de la “sombra” y flaquea. Es porque no sabe ser libre, concluye Rosario; todavía sus “alas”, o sea, los escrúpulos morales de la sociedad en él, no han caído. El “compañero” no está a su altura. Sus dudas, como hombre racional y analítico, socaban su progreso hacia aquella libertad total que Rosario representa.
Herido en un duelo, Alfonso, hombre fuerte y extraordinario, pierde su salud, tornándose en hombre débil. Ya no puede aspirar a realizar esa libertad total que Rosario le pide ser. “El roble estaba tronchado de un hachazo”, exclama el narrador. No le queda, pues, más que soñar ese mundo futuro hacia el cual su alma atormentada por las dudas se dirigía bajo la guía de su “compañera”, “una democracia de verdad”. Los hombres no serían esclavos de sí mismos y de su progenie ancestral. Las mujeres ya no serían esclavas del hombre. Una igualdad absoluta producirá la felicidad tanto tiempo anhelada y conducida por caminos extraviados. La tiranía del “Dios hombre” habríase derrocado para siempre:
“El comunismo iguala a los seres diseminados por la tierra: hambrientos y haraposos los unos y soberbios e inútiles los otros; la fiebre del otro habíase extinguido y su morbo no renacería más en el “inquieto monstruo racional”. El deseo, aguijoneado por la prohibición de la hembra, no cupiera en ese nuevo y perfecto estado de cultura humana, pues todos los incitantes de la “barbarie contemporánea estarían sustituidos por la primitiva y paradisíaca ventura terrena: el instinto equilibrado por el que saciábase a su antojo, entonces con el freno firme de la conciencia y de la mente en su desarrollo máximo. El trabajo estimulado con el mayor goce individual de la propiedad común, patrimonio de todos y monopolio de ninguno: fruto del dios bueno y justo que vive dentro de cada ser. “Y la paz de los pueblos conseguida por el equilibrio de las fuerzas sociales, sabiamente distribuidas, y no por la utopía del derecho resumido en códigos y violado con gases asfixiantes y zepelines que conquistan el aire, ya dominio de la humana especie en esa época feliz de los tiempos venideros” y al fin, “la vida descubriendo la única verdad”.
Tronchado el roble, termina la pasión de Rosario, la cual se va de viaje hasta que “su Alfonso” pusiérase hermoso como antes” Es obvio que no regresará nunca. Desde el punto de vista del decadentismo, de D`Anunzzio y otros, nada tienen que ver con los débiles. Y es así como Alfonso lo ve al ser abandonado por su “compañera”. “Como un resplandor cegábale la “verdad”, “el Dios cruel había tocado su clarín”!, observa el narrador, “La hembra fuerte abandona al macho enclenque” e inservible. La naturaleza odia a los débiles: despéñalos desde la roca Tarpeya del egoísmo humano.
La novela termina con que Alfonso, al realizarse esta ley de la naturaleza, ley de la supremacía de los fuertes sobre los débiles, por fin siéntese totalmente libre. Por eso, a los que entiendan que él padece un ataque de locura, podrá gritarles: ¡Algo derrúmbase dentro de mí! Algo despréndese de mis hombros; ¡y muere: ¡La caída de las Alas!
Esta novela de Mejía es excelente, y es, como hemos dicho, quizás la única novela decadente. Por eso, merece ser conocida, reeditada y leída. El conocimiento de La Caída de las Alas amplía el espectro de la novelística del país, dándole matices hasta ahora insospechados. Es un ejemplo preclaro del olvido en que la novelística dominicana ha caído desde hace tiempo…