Cuando en 1958, el Pacto de Punto Fijo abrió las compuertas democráticas, una parte de la región sintió que las energías autoritarias perdían fuerza y jamás volverían a instalarse en la patria de Bolívar. No obstante, cuatro décadas de gobiernos encabezados por COPEI y Acción Democrática terminaron sepultando un modelo partidario de innegable fortaleza. Y el hastío produjo una ruptura capaz de entusiasmar núcleos importantes, dejándonos la sensación de que lo nuevo sustituiría las mañas viejas y sus exponentes.
Todo el entusiasmo se tradujo en una favorabilidad electoral, con un nuevo mesías, estructurado alrededor de los precios del petróleo y cierre del ciclo de una Cuba diezmada y sin un líder épico. Así pasaron los primeros años, exportando un modelo por América Latina que su sostenibilidad en el tiempo resultaría corta.
Llegó la realidad, concluyeron los altos precios del oro negro y la solidaridad con tintes de subsidios no validaban el éxito electoral, dándole paso a la frustración y olas migratorias salidas del vientre de la desilusión, establecidas en tierras extrañas a la espera de un retorno.
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Entre la victoria inicial de Chávez y actual coyuntura han transcurrido 25 años. Desafortunadamente, la perpetuación en el poder del PSUV reitera la fatal tradición autoritaria: jamás poseen la habilidad de organizar la transición y no intuye la rabia acumulada de la ciudadanía. No importa el lugar ideológico y/o las críticas y coincidencias alrededor del proceso político en Venezuela, lo real reside en el innegable agotamiento de un modelo que surgió en el interés de modificar los niveles de exclusión y pobreza, pero está calcando el fenómeno que pretendía sustituir.
En la Venezuela de hoy, los parámetros democráticos no existen y la institucionalidad es una ficción pautada, en lo electoral y muchos órdenes, sencillamente orientada en alcanzar objetivos sin garantizar niveles básicos de transparencia. Por eso, los reclamos encauzados por franjas opositoras relativos al proceso de competencia, entrega de actas y escasa imparcialidad del órgano electoral constituyen reclamos frente a la crónica de vicios y desventajas previsibles, claramente orquestados por el PSUV.
Por desgracia, pagarán los ciudadanos humildes que sentirán los efectos de un cerco y aislamiento, impulsados en el corazón de la comunidad internacional. En ese sentido, será la madurez y juicio sereno la única garantía de encontrar fórmulas racionales en la búsqueda de un cause democrático que respete la voluntad popular y promueva el entendimiento civilizado capaz de generar niveles de cohabitación entre la diversidad de actores en la nación venezolana.
Desde aquí, y en cualquier punto del planeta, la reiteración del compromiso democrático no puede andar con acomodos ni argucias tendentes a justificar el derecho a ejercer el voto con plena libertad y respetar los resultados. De ahí, lo necesario del reconteo de los votos y supervisión de actas con ojos desprovistos de pasión y encaminados a encontrar una salida democrática.
Finalmente, creer que el conflicto de Venezuela es un asunto exclusivo de los venezolanos, resulta impropio. Un auténtico demócrata no puede tener esquemas de valores reducidos al ámbito de su realidad. Ojalá la apuesta a la democracia se transforme en el interés de todos, creándose las condiciones para una sustancial mejoría de la democracia en Venezuela.