Lo religioso ha regresado. Mucha gente quiere tener en cuenta a Dios, tal vez por la sensación de inseguridad generada por la delincuencia local y la pandemia mundial. Tal vez se quiera honrar a Dios como fuente estable de bien, debido a la velocidad de los cambios culturales, la poca credibilidad de las figuras relacionadas con la política, la empresa y la economía.
La sociedad palestina de Jesús, desde hacía más de tres siglos vivía el impacto disolvente de la cultura griega extendida por Alejandro Magno (323 †), y desde el año 63 a.C., la inseguridad creada por la invasión romana.
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En esa coyuntura, el fariseísmo se presentó como una plausible opción religiosa. Su rigurosa observancia de la ley les ganó el respeto de las mayorías. Por eso se sintieron cuestionados por la libertad de Jesús ante las leyes de lo puro y de lo impuro.
En el Evangelio de hoy, (Marcos 7, 1 – 23) los fariseos le preguntan airados: “¿por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?”. Jesús denuncia su hipocresía citando a Isaías: “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.
Según Jesús, la verdadera cercanía y honra de Dios nacen a partir del propio corazón. La fe no consiste en una serie de normas, en una etiqueta que se cumple exteriormente, sino en una actitud vital que brota desde lo profundo de nuestro corazón, centro personal de decisiones y convicciones.
La incoherencia de nosotros los adultos está a la base del aceleramiento nervioso y ligero de nuestra juventud, presa de “gusticos” y ajena al corazón que le late dentro.
La felicidad del matrimonio, la universidad, la empresa, la Iglesia y el país, la cercanía a Dios han de nacer del corazón.