(2 de 2)
Sobrada razón llevaba uno de nuestros más prolíficos y rigurosos historiadores, don Vetilio Alfau Durán, por lo demás consumado duartiano, cuando sostuvo en 1968 que “ninguno de los altos próceres de América que en la lucha por la libertad se agigantaron, ha sido tan detractado y tan injustamente negado como Juan Pablo Duarte, en vida y en muerte”.
Aunque sobrevivió a Sánchez, fusilado en San Juan el 4 de julio de 1861, y a Mella, fallecido el 4 de junio de 1864, no consta que tuviera conocimiento, encontrándose entonces en Venezuela, de que, en el gobierno de Cabral, y específicamente el 27 de febrero de 1867, le fuera dedicado un obelisco junto a sus compañeros independentistas en la entonces calle Separación, conforme consigna don José Gabriel García en su Historia Moderna de la República Dominicana.
Con el traslado de los restos de Sánchez, de San Juan a Santo Domingo, se inaugura en la Iglesia Catedral la Capilla de los Inmortales, el 6 de abril de 1875.
Cuatro años más tarde, en agosto de 1879, el Ayuntamiento de Santo Domingo, acogiendo una moción que a la sazón propusiera el regidor Domingo Rodríguez Montaño, dio inicio a los aprestos del traslado a la patria de los restos de Duarte, fallecido tres años antes en Venezuela, pero no fue sino el 27 de febrero de 1884 cuando determinación tan alta vino a consumarse, gracias a las diligencias que, encomendadas por el Cabildo, realizaran los distinguidos munícipes don Álvaro Logroño y José Francisco Pellerano obteniendo de las hermanas del Patricio, Rosa y Francisca, la autorización debida.
Ya desde entonces, una aviesa leyenda, de la que se hizo eco el connotado galeno y escritor Francisco Moscoso Puello, en su obra “Navarijo”, puso en boca de monseñor Fernando Arturo de Meriño una supuesta expresión de conmiseración cuando le fue solicitada la oración fúnebre durante la solemne ceremonia de inhumación de los restos del Patricio.
¡Y qué puedo yo decir de este pobre hombre!, fue la destemplada expresión atribuida al augusto prelado conforme la referida leyenda que nada tiene de sustento documental, como tantas otras que sobre diversos tópicos y personajes se han propagado en nuestros mentideros, con peor o mejor fortuna, formando parte de nuestro florido anecdotario.
El verbo encendido de Meriño, que, a decir de José Manuel Machado, “…se acostumbró, como el cóndor, a habitar en las más inaccesibles alturas y a no descender jamás al valle o la llanura”, poniendo en entredicho el liviano enjuiciamiento precitado, no podría haber encontrado expresiones más sublimes para referirse a Duarte en la peroración de aquella pieza memorable: ¡Enmudezca ahora la lengua, ¡señores, y recójase el espíritu a meditar en las vanidades de los juicios humanos y en la infalible justicia de Dios! El que ayer fue abatido, es hoy ensalzado: ¡la víctima se alza por sobre sus victimarios dignificada con las ejecutorias de la inmortalidad!
No obstante, tan encumbradas y autorizadas apreciaciones, no serían suficientes para hacer unánime el sentimiento de respeto y veneración al Padre de la Patria y reconocerle su principalía.
En 1889, cinco años después de la inhumación de sus restos, una aguda polémica librada en los periódicos “El Eco de la Opinión” y “El Teléfono”, dio inició a la inveterada disputa entre santanistas y duartistas, terciando en la ocasión Manuel de Jesús Galván y José Gabriel García, apologista el primero de los méritos del “hatero seibano” mientras que el segundo, padre de nuestra historiografía, hizo gala de lo mejor de su pluma y su talento para defender la primacía procera del fundador de nuestra nacionalidad.
Inhumados los restos de Mella en la Capilla de los Inmortales, procedentes de Santiago de los Caballeros, el 27 de febrero de 1891, otro hecho, ocurrido dos años después, soliviantó la opinión pública nacional despertando los más encendidos debates.
En agosto de 1893 el Ayuntamiento de la ciudad de Santo Domingo propuso la erección de una estatua para honrar con la perpetuidad del bronce la memoria del Patricio, la cual estaría ubicada en la plaza que llevaba su nombre, lugar donde se hizo manifiesta, en 1843, su decidida disposición a la lucha contra la opresión haitiana.
A tales efectos fue constituida una Junta Directiva presidida “Ad Honoren” por monseñor Meriño, por Félix María del Monte como presidente titular y un selecto grupo de prestantes ciudadanos conformado, además, por don José M. Pichardo B, vicepresidente; Manuel Pina Benítez, tesorero, y como vocales Emiliano Tejera, Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, Eugenio de Marchena, José G. García, Apolinar Tejera, Federico Henríquez y Carvajal, Heriberto de Castro y Félix Evaristo Mejía.
En la argumentación de los nobles propósitos que motivaron la referida propuesta, se afirmaba que “…entre esos grandes servidores descuella Juan Pablo Duarte, el ilustre iniciador de la cruzada separatista que nos dio libertad e independencia”.
Ocho meses después, el 28 de octubre de 1893, tronó en la palestra pública Juan Francisco Sánchez, hijo del prócer Sánchez, y a la sazón ministro de Hacienda del presidente Heureaux, quien dio a la luz una misiva en la cual expuso sus reservas para contribuir con un aporte pecuniario a los patrióticos empeños de la Junta Pro-Monumento a Duarte.
Afirmaba en su carta: “Tengo a la vista la circular No. 3 que la Junta que Ud. preside ha resuelto pasar con el fin de recabar el concurso material de la ciudadanía para la erección de una estatua de bronce al General Juan Pablo Duarte que Uds. Intitulan “Fundador de la República” y “primer prócer de la Patria”.
“Tengo como el mayor de todos mis deberes el de ayudar las manifestaciones del patriotismo y ofrecerme en holocausto en caso de que la nacionalidad dominicana tuviese necesidad de nuevos sacrificios para su defensa; sin embargo, y a causa de esta misma afirmación de mis propósitos más sagrados, no puedo moralmente contribuir a ningún acto de justicia que no sea esencialmente distributivo o que deprima el nivel histórico en que se han sabido colocar otros próceres de nuestra nacionalidad por sus hechos y por sus sacrificios”.
“Es obra harto delicada; y por ende muy difícil, que parece más bien propia de generaciones posteriores a la publicación de la historia de un pueblo, la de clasificar a sus héroes y discernir la primacía a quien corresponda lealmente; y es por esta misma razón que el que suscribe ha creído y cree todavía que sería más conveniente dejar unidos e igualados en la tumba a los que quisieron ser iguales e inseparables en la vida, y que la posteridad, ilustrada con el conocimiento de los hechos y de las circunstancias de cada uno de nuestros grandes hombres, sea la que venga a determinar el puesto que deban ocupar gradualmente, y en la conciencia, y en el corazón, y en la gratitud de sus conciudadanos…”.
Conforme afirma el destacado historiador Orlando Inoa, “…esta engorrosa situación se presentó de manera contraria a la forma como ellos se trataron en vida, pues es bien sabido que el liderato de Duarte nunca fue discutido entre sus compañeros. Bajo estas nuevas premisas, la valoración de sus actuaciones empezó a ser pautada por la supremacía o no de los intereses de los sectores sociales que aupaban a cada uno de ellos”.
La oposición pública de Juan Francisco Sánchez a la feliz iniciativa del Ayuntamiento del Distrito Nacional, motivó que la Junta Central Directiva del Monumento a Duarte remitiera una solicitud de permiso ante el Congreso Nacional a fines de poder materializar su propósito.
Tan memorable exposición fue hija de la pluma del notable historiador y hombre de letras don Emiliano Tejera y Penson, la cual fue catalogada por el autorizado juicio de don Emilio Rodríguez Demorizi como “la más hermosa apología de Duarte”.