El monopolio de la violencia con la que centraliza el Estado su ejercicio como autoridad en un determinado territorio y circunstancias, afianzada en el campo de la filosofía del derecho y la política del siglo XX, se atribuye como idea al sociólogo Max Weber que la define en su conocido libro “La política como vocación” (1919), designándola como ”violencia legítima”.
La violencia social se ha asentado en nuestra cotidianidad con formas de manifestación impactadas por la interacción de los recursos tecnológicos disponibles que retan la regulación de las relaciones en una sociedad y potenciando la percepción de la violencia, lo que motiva la demanda social de intervención del Estado.
Esa “violencia legítima”, vinculada a la idea de cesión dada por los propios individuos al Estado, viene como mecanismo de autoridad para contrarrestar los efectos de la violencia social en interés de garantizar la convivencia pacífica con programas de seguridad ciudadana y un incremento del marco punitivo. Tenemos dos caras de la misma moneda: la sociedad civil exigiendo seguridad y el Estado ofreciéndola como solución a la tranquilidad de los ciudadanos.
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El problema de fondo es la falta de definición de instrumentos para analizar las raíces, causas, características y maneras de manifestación complejas con que se concreta el fenómeno de la violencia, que es hacia donde debe apuntar una verdadera política estratégica que, más que aplicar la fuerza del Estado con esa violencia legitima de control, debe procurar solventar los elementos que la provocan y que impactan tanto en lo público como en lo privado.
En el accionar del Estado, debe considerase siempre una coexistencia de respuestas con el marco de garantías y libertades de los individuos. En el discurrir de los tiempos queda lejano el argumento de que “el fin justifica los medios”, precisamente cuando el entramado constitucional obliga a garantizar y respetar el Estado de Derecho.
Es sobre esa base que se encuentra la legitimidad de la violencia que ejerce el Estado sujetada a las reglas fundamentales fijadas por la Constitución. El llamado “orden público” no es una patente de corso para que desde el Estado y sus órganos se realicen actuaciones que impacten los derechos fundamentales. El reto es alinear la estrategia con la base constitucional que habilita su ejercicio en el Estado Social Democrático y de Derecho proclamado en la Constitución.
Estamos nuevamente ante la expectativa de la aprobación de un nuevo y -¿renovado?- Código Penal, que incorpora elementos no necesariamente novedosos por el tiempo perdido, pero si ausentes en el todavía vigente y sobre los cuales se apuesta a crear una conciencia del miedo a la ley. Se ha demostrado que el exceso en la penalización de conductas no garantiza la efectividad del control social al que aspira la sociedad o el Estado.
Germán Briceño, en su artículo “De la violencia estatal al Estado violento” (2007) refiere como la violencia deviene en obstáculo para la capacidad social de evolución, señalando que “el anhelado orden social no logrará estabilizarse” adoptando vías no contempladas en la ley o por actos igualmente violentos que deslegitimen la respuesta del Estado.
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Es claro que el Estado apunta a que se le pueda dotar de un mayor espacio para la sanción y observa el Derecho Penal como la fuente para una política criminal que lo legitime en el ejercicio de esa violencia legitima. Violencia con violencia no es la solución.
La legitimación se alcanza por la efectividad de los programas y estrategias, especialmente en un tema demandado al extremo: la seguridad ciudadana. Un tema en cuya solución todos estamos compelidos.