El fenómeno de la violencia e inseguridad no es privativo de países de economía poco desarrollada. En los inicios de los 90 en Italia algunos jueces llevaron a cabo una investigación llamada “mani puliti (manos limpias), que denunció el entramado de corrupción creado por dirigentes políticos para sobornar a sectores empresariales, los cuales a la vez sobornaban a aquellos, donde la participación de la mafia era evidente. Se le llamó “targentopoli” (ciudad soborno). La denuncia significó la caída de altos jefes de las cúpulas política y empresariales, recurriendo las organizaciones criminales al asesinato de connotados jueces.
Huyendo a la persecución esos jueces y sus familias se refugiaron en cuarteles. El Estado fue incapaz de defender los pilares en que descansaba la Justicia. En América Latina y el Caribe reina la violencia del crimen organizado. En Chile, por inevitable razón táctica para detener la derecha, el Gobierno de izquierda ha convocado el Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), una creación de la dictadura pinochetista (de la que forma parte el ejército), para intentar enfrentar el incremento de la violencia e inseguridad. De las 20 ciudades más peligrosas del mundo, las primeras seis están en México.
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En Ecuador, zonas de Colombia, Haití, Venezuela, Honduras, etc. la sociedad y los elegidos son prácticamente rehenes de la criminalidad. Esta región que, del mundo, es la más desigual, la de mayores niveles de discriminaciones de carácter étnico y social, la de mayor corrupción y con algunos Estados rehenes de las élites económicas. Está demostrado que, a mayor desigualdad social, mayor es el incremento de la violencia, más criminalidad y la corrupción y mayor el costo del combate a este flagelo, lo cual implica menos recursos para combatir y mitigar la pobreza.
A ese propósito, según un informe del BID sobre el gasto del PBI, “Estados Unidos invierte 2,75%, Francia 1,87% y Alemania 1,34% en el combate a la inseguridad, en la región latinoamericana se destina hasta 3,55%”. Ese gasto, aparte de no corresponderse con niveles de eficiencia deseables, ni de rehabilitación de los apresados, todo lo contrario. Existe una relación entre pobreza urbana, inseguridad, criminalidad, pero más que la pobreza es la desigualdad la que alimenta el flagelo.
La violencia e inseguridad ciudadana ha devenido sistémica y la mejor perspectiva para su abordaje es la integral. Cuando un sistema es incapaz de regular la producción y distribución de la riqueza y del espacio alimenta la voracidad de los que más tienen, se producen los desequilibrios regionales, procesos de urbanización descontrolados, se restringen las economías urbanas…