Las personas se han propuesto vivir de forma “intensa”, bajo la cultura de la prisa, del confort, del egocentrismo y del consumo desmedido. El placer se ha convertido en una razón existencial: “vivir por el placer, para el placer y morir por el placer”. Vivimos los tiempos del hedonismo. Hace tiempo que el capital, el comercio, el mundo financiero y la producción general, decidieron que las personas sean “sujetos de consumo” que se muevan y perciban el mundo, la felicidad, los momentos felices, a través de la auto-gratificación. Para ello, descubrían el mundo del marketing, la neurociencia: que estudia el cerebro, sus químicas y las neuronas espejos y la memoria donde quedan almacenados los estímulos visuales que excitan o mueven la dopamina -el neurotransmisor del placer- para lograr que las personas se comporten como se comportan: robot que compran, gastan, comen, beben, viajan, se seducen por el confort, el nuevo estatus, y la vida del goce. La vida la han reducido al trabajo y al consumo; del resto, se encarga la televisión, el celular, el Facebook, twitter, Instagram.
De lo que se trata es, de bailar la música que pone la publicidad, el mercado, el cine, las revistas de variedades y las vidas desproporcionadas de los influyentes de la moda, del confort, de la sutileza y de la felicidad comprada. Para mal, el mensaje está dirigido a los jóvenes, las mujeres y los adultos con cabeza poca amueblada. La prisa es tal, que nadie quiere esperar; nadie quiere la espera, ni el proceso, ni hacer filas, ni esperar su turno; todo debido “a que la vida es corta”, “se debe vivir los momentos felices”, “llegar más rápido que los padres” o “superar a los maestros”. Esa dicotomía o ambivalencia ha confundido a los padres que desean impedir las “frustraciones” a los hijos, y para ellos, hay que dejarle dinero, casas, carros, confort, identidad de exitoso, o vida diferente, o lo mejor, hacerlo más realizable. Corriendo el riesgo de que sea cuestionado como padres de éxito o padres diferentes, según lo tangible, ya que las nuevas mediciones del mercado, de la competitividad y de las nuevas marcas del éxito logrado. El desafío es no quedarse detrás, no ser perdedor, ni derrotado; todo lo contrario, hay que ser ganador, emprendedor, exitoso, famoso, persona pública, general noticias, dejarse sentir y dar de qué hablar.
El mensaje es: “vive deprisa, muere joven” pero has vivido, lo peor es no intentarlo, seduce la publicidad. De ahí el amor por la velocidad, ser amante del ciclismo sexual: estimulante, energizantes, drogas que aumentan la vigilia y otras que producen la euforia. Hay que beber, fumar, comer todo y probarlo todo. Pero hay que hacerlo deprisa: la vida es corta, se va en cualquier momento, y los momentos de felicidad no vuelven”. Son cientos de personas que han construido esos pensamientos, o se lo han construido la nueva filosofía del mercado del placer. Pues de lo contrario no se puede entender este desafío de conducta riesgosa, de exponer la vida, la salud física y mental. De vivir prisionero de la vanidad, del narcisismo y de la agonía por el estatus.
Los jóvenes mueren por accidentes, por consumo de alcohol, drogas, por romper su corazón con las pastillas azules; por engañar el cuerpo para darle un placer entretenido por los químicos y lo extraño. Hemos desaprendido en ser feliz de forma natural, objetiva, sostenible, despierto por mucho tiempo, hasta construir una identidad que le dé razón y sentido a la vida. “Vive deprisa, muere joven”, se ha vuelto una consigna no comprendida, pero dolorosa y frustrante que le ha quitado la felicidad a cientos de familias, a muchos jóvenes y a una ciudadanía que deambula sin saber que muere deprisa, joven y sin conciencia del por qué; simplemente muere, se deprime, se suicida, se auto-destruye, y se olvida de construir un proyecto de vida integral, viable, sostenible, para la felicidad, la armonía y la trascendencia de servirle a los demás. “vive de prisa, muere joven” es una trampa de la felicidad comprada y del mercado de consumo.