Yo, Clodio

Yo, Clodio

Eduardo Jorge Prats

Lapidario Herbert Hoover cuando afirmó: “Es una paradoja que todos los dictadores hayan subido al poder por la escalera de la libertad de expresión. Inmediatamente después de llegar al poder, cada dictador ha suprimido toda libertad de expresión excepto la propia”.

Ilustra esta paradoja el final de la República romana, impulsado por el demagogo Publio Clodio Pulcro, de vieja familia noble pero empobrecida, militar sin triunfos y pésimo administrador, nada filantrópico “traidor de clase”, elegido tribuno de la plebe tras renunciar al patriciado, cambiando la pronunciación de su nombre de Claudio a Clodio, para ser popular entre las clases bajas, calumnió a adversarios, alagó al pueblo con repartos de trigo y leyes complacientes, conspiró constantemente y lanzó sus bandas armadas contra los patricios, incluyendo a Cicerón, quien, perseguido implacablemente, debió exiliarse, confiscándose y subastándose sus propiedades, adquiridas por el propio Clodio, con fondos de Craso, el romano más rico de su tiempo. Tras su asesinato por una banda adversaria, llegaría Julio César y, después de su magnicidio, Octavio, el entierro de la república y el establecimiento del imperio.

Los patricios romanos, educados en los clásicos griegos, debieron haber sabido mejor. Los demagogos, como señala Aristóteles, “en algunos casos, por su política de delaciones individuales, incitan a los ricos a unirse (ya se sabe: el miedo común coaliga aun a los peores enemigos). En otras ocasiones, atacándolos como clase, concitan contra ellos al pueblo”. Con “una voz horrible y chillona, una naturaleza intratable y perversa, y un lenguaje de mercado” (Aristófanes), el demagogo es “la principal causa de las revoluciones en las democracias” (Aristóteles).

En la Roma republicana, al aumentar la población, el ausentismo en los comicios deliberativos se incrementó y, sin sistema representativo, una minoría “vociferante que vendía sus votos o que era manejada por las promesas de los demagogos” (Antonio Díaz Bautista) decidía todo.

La demagogia, junto con el clientelismo, también es problema en nuestras democracias. Se trata de “la paradoja de la democracia: un entorno de comunicación libre y abierto que, debido a su apertura, invita a la explotación y la subversión desde dentro”. (Zac Gershberg y Sean Illinges, The Paradox of Democracy).

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En la “democracia digital en tiempos de cólera” (Matías Henríquez), turbas y ejércitos de ciudadanos digitales, troles y bots, dedicados a la propaganda, mediante desinformación, difamación, noticias falsas, “hechos alternativos” y “posverdad”, especializándose en “aniquilación moral” de adversarios -que puede volverse física, según nos advierte Nassef Perdomo- y en la presión para remover ministros, con su insoportablemente banal, “profundamente superficial” -diría Andy Warhol- y descaradamente populachera moralina, y esgrimiendo un discurso honestista, patriotero, antipolítico, antiempresarial y adanista, un modelo de “demanda de resentimiento inducida” y un aparato -en el sentido de Althusser- de venganza y lawfare, financiados por “bancos de ira” (Sloterdijck) y encabezados por “líderes redentoristas, narcisos enamorados de su autoproclamada belleza moral” (Enrique Krauze), deviene imposible la democracia deliberativa e indefectible el “autoritarismo posdemocrático” tipo Bukele.

Esto, frente a la indiferencia, complicidad e incapacidad de reaccionar de líderes, partidos y élites, aunado a la creciente desafección política y al entusiasta fervor de tontos útiles e insensatos, nos lleva, en el mejor de los casos, al “gobierno de los charlatanes y parlanchines” (Trotsky), y, en un muy probable peor escenario, a la dictadura de un “hombre fuerte”.

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