“Partir. Aimée Césaire:
Así como hay hombres-hiena y hombres-pantera, yo
seré un hombre-judío,
un hombre cafre
un hombre-hindú-de-Calcuta
un-hombre-Harlem-sin-derecho-a-voto
El hombre-hambre, el-hombre -insulto, elhombre-tortura
se le podría
prender en cualquier momento, molerlo a golpes-matarlo
por completo
sin tener que rendirle cuentas a nadie.
Un hombre judío
un hombre-progom
un perro de caza
un pordiosero.
Pero, ¿es que puede uno matar el remordimiento, bello
como la cara de sorpresa de una dama inglesa al encontrar
en su sopa un cráneo de hotentote?
Yo reencontraría el secreto de las grandes comunicaciones
y de las grandes combustiones. Diría tempestad, diría río.
Diría ciclón. Diría hoja. Diría árbol, mejorarían todas las
lluvias, me humedecerían todos los rocíos.
Me revolcaría como sangre frenética sobre la lenta corriente
del ojo de las palabras,
en caballos locos, en niños tiernos, en toques de queda en vestigios
de templo, en piedras preciosas, lo bastante lejos como para
descorazonar a los menores.
Quien no me comprenda no comprenderá el rugido del tigre.”
Hoy mi canto es un canto triste. Lloro de nuevo por esta humanidad insensatamente injusta. Lloro por los hombres y mujeres que han sido asesinados por el color de su piel. Estados Unidos se ha convertido, en medio de la pandemia, en un solo grito exigiendo la verdadera igualdad.
Miré estupefacta el video de Floyd, cuando era vilmente sometido por la policía blanca. Tranquilo y sin violencia, solo gritaba: “Por favor, no puedo respirar”. La indolencia de las denominadas “fuerzas del orden” me dejó petrificada. A pesar de las protestas esparcidas por todos los estados, hace unos días, otro hombre negro fue acribillado por la policía de los Estados Unidos. Presumieron que por su color era un delincuente.
La exclusión de los seres humanos por el color de su piel ha sido, tristemente, tristemente, ¡TRISTEMENTE! un factor de exclusión. Después de la ocupación del Caribe en el siglo XVII, y la imposición de las plantaciones azucareras en Cuba y las colonias inglesas y francesas, se importaron, como cosas, como viles mercancías, miles de esclavos negros provenientes de África. Fueron sometidos a trabajar en los ingenios como esclavos. De ahí su dolor ancestral por ese maltrato indigno. Cuando la hipocresía imperial “abolió” la esclavitud en las primeras décadas del siglo XIX, entonces trajeron a los “culíes”, los chinos y a los hindúes que llegaron a suplir la mano de obra. A ellos también, a pesar de que venían con un supuesto contrato, les obligaron a trabajar casi como esclavos y apenas recibían un salario que les permitía sobrevivir.
Estados Unidos, la tierra, la gran nación que se ha erigido sobre la base de las entradas de millones de migrantes que han aportado con sangre, sudor y lágrimas a su riqueza, es uno de los territorios donde con más crudeza se vive la desigualdad racial. Más aún, desde el siglo XIX, dijeron, através de la Doctrina Monroe, que “América es para los americanos”, llegaban, entraban y decidieron cuál era su zona de influencia, rectifico, su propiedad más allá de sus fronteras. A esa doctrina se le agrega el Destino Manifiesto, el Corolario Roosevelt, y, después de la Segunda Guerra Mundial, se convirtieron en los guardianes del mundo libre. Entonces, entonces, entonces, ¿por qué después de llegar sin ser invitados no nos quieren? ¿por qué no se han respetado los derechos humanos? ¿por qué en la práctica existen categorías de ciudadanos? ¿Por qué la ley es más igual para unos que para otros?
Sí, me duele lo que ocurre allí y en muchas partes del mundo. Porque en otros lugares el color de la piel es un estigma que te clasifica y que te golpea.
Sí me duele porque yo soy de origen chino y defiendo mi dominicanidad, pero sé, sé muy bien, que mis ancestros fueron discriminados, estigmatizados y rechazados.
Sí me duele porque aprendí hace poco que, en Estados Unidos, a finales del siglo XIX y durante las tres primeras décadas del siglo XX, se aprobó una Ley de Exclusión, en la que se le negaba la entrada a los migrantes asiáticos.
¡Oh Dios! ¡Qué humanidad la nuestra! ¡Los estigmas y los estereotipos se han arraigado tanto que nos autodiscriminamos! Si tienes la cara de facciones del Medio Oriente eres un terrorista para temer. Si eres negro eres delincuente. Si eres asiático eres jugador, sucio y mafioso. Si eres latino, podrías ser ladrón o pandillero, pero seguro que eres bulloso y confianzudo. Si tienes la fisionomía de los hindúes, olerás a especias y la limpieza no será tu signo. Pero, si eres blanco eres signo de superioridad, de belleza y seriedad.
(Querido hermano blanco, / cuando yo nací, era negro, / cuando crecí, era negro, /cuando estoy al sol, soy negro, / cuando estoy enfermo, soy negro, / cuando muera, seré negro. // En tanto que tú, hombre blanco /, cuando tú naciste, eras rosa, / cuando creciste, eras blanco, / cuando te pones al sol, eres rojo /cuando tienes frío, eres azul / cuando tienes miedo, te pones verde, / cuando estás enfermo, eres amarillo, / cuando mueras, serás gris. // Así pues, de nosotros dos, / ¿quién es el hombre de color?) Leopoldo Senghor.
No, no puedo respirar. Esta humanidad me hiere. ¡Hemos soportado tantos, demasiados, siglos de dolor, discriminación y desesperanza!
Pensé una vez que cuando triunfó la Revolución Francesa en 1789, la pancarta de la libertad se aplicaría para todos. O que cuando se promulgó La Declaración de los Derechos Humanos de parte de las Naciones Unidas, pensé la igualdad al fin llegaría, pero me equivoqué.
No puedo respirar. No puedo respirar, cuando las injusticias se expanden y los culpables no son sometidos ni castigados.
¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¡Dime, Señor, cómo creer en esta humanidad tan ingratamente injusta!
¡Dime, Señor, si puedo seguir aferrándome a la esperanza! ¿Cuál esperanza? La esperanza de un mundo mejor, más justo, ¡que respete la igualdad y que el color de la piel no sea un estigma!
No puedo respirar, no puedo, no puedo.
“Negro soy desde hace muchos siglos.
Poeta de mi raza, heredé su dolor.
Y la emoción que digo ha de ser pura
En el bronco son del grito
Y el monorrítmico tambor.
El hondo, estremecido acento en que trisca a voz de los ancestros es mi voz.
La angustia humana que exalto
No es decorativa joya de turistas.
¡Yo no canto un dolor de exportación!
Jorge Artel, Negro Soy.