El legado de Aristóteles llega a nuestros días tras varios siglos de diálogo con los más insignes filósofos del mundo occidental. No sorprende por tanto que, al menos desde el Caribe en el que existimos y suspiramos, aún dependamos y estemos circunscritos por la herencia aristotélica, a saber, la fecunda interdependencia del pensamiento lógico y del comportamiento ético del animal racional en sociedad.
Legado aristotélico. En efecto, tal y como expuso Aristóteles en su sistema filosófico, el ser humano no solo es racional, pues es igualmente político, en la justa medida en que a partir de su racionalidad lógica deduce la sociabilidad de cada sujeto y del orden con que establece y perpetúa cada vida y sociedad humana; y a la inversa, desde la práctica virtuosa de estos en medio de ese orden social induce y verifica la verdad lógica de su pensamiento.
Esa inseparabilidad de lo racional y de lo social, debida al ser humano ético que piensa y convive con los otros, no significa que el hombre aristotélico padezca de asepsia y que exista sin hacer otra cosa que analizar y formular razonamientos silogísticos tipo “Todos los hombres son mortales…”, y otros muchos más sofisticados para implantarlos o descubrirlos en el orden político de su ciudad estado. Bien por el contrario, no significa tal pureza racional pues, para Aristóteles, la irracionalidad no deja nunca de ser parte de la vida humana.
Ser racional solo quiere decir para Aristóteles la interdependencia aproximativa de la coherencia lógica, adquirida en la convivencia ética en sociedad, con la vida política dependiente del ordenamiento científico y lógico de toda realidad. Si bien no hay vida social sin pensamiento lógico, ni este sin aquella, eso no significa que haya coincidencia total y exhaustiva entre la una y lo otro. Y por eso la irracionalidad tiene un lugar limitado en la vida humana.
Ese fecundo e inagotable intercambio constituye en resumidas cuentas la línea de defensa de toda una civilización que ha apostado a la ciencia y a la convivencia regida por las costumbres éticas en continua búsqueda de la felicidad. Ese es el bastión que aún nos detiene conceptualmente de vagar “a través de una nada infinita” o de dar un salto mortal al vacío y declarar a todos los vientos y en todas las plazas, como un día pregonara con su linterna el célebre demente nietzscheano, el sin sentido de los datos e incluso de la existencia individual y de toda una historia universal carente de orden y de propósito final. Después de todo, bien sabía él que, muerto Dios, se diluye la fe en Él y nada necesario u obligatorio perdura en las manos de alguno de nosotros.
Valor de su legado. Por demás, el quid del argumento no descansa en que hoy, por ejemplo, se siga argumentando y conociendo con base en la lógica aristotélica o en una ciudad-estado con uno u otro de los tipos de gobiernos predilectos en aquél entonces. Sino que, independiente de las limitaciones y correcciones históricas que el pensamiento aristotélico sufre a través del tiempo, todas esas variantes e innovaciones y contradicciones asumen como bueno y válido el principio y fundamento de la civilización occidental enarbolado por primera vez por el Estagirita; ese principio y fundamento es el logos del animal político.
De hecho y de derecho, seguimos creyendo y defendiendo que cualquier ser humano –haya sido este categorizado como amo y libre, o esclavo y servil, de género masculino o femenino, adulto o no, e incluso independientemente de atributos diferenciables como raza, nacionalidad, religión, riqueza u otros– sigue siendo a pesar de todas esas variables sociable y razonable. Y eso es verdad, tanto para quienes avalan la civilización contemporánea, como para los que la contradicen –siempre y cuando los unos y los otros reconozcan la dignidad de cada ser humano y los inalienables derechos humanos de cada individuo y de sus respectivas agrupaciones.
Por tanto, no tiene peso aquí el contra argumento que reza que Aristóteles discriminaba entre hombres libres y esclavos, de género masculino o femenino, propietarios o no, y así sucesivamente. Y no tiene valor porque el argumento que adelanto se basa en que, una vez él sembró la semilla, a las generaciones posteriores nos corresponde universalizar su comprensión de la realidad, verificándola en todo y en todos.
La dignidad de la persona humana hoy día, centro de toda la concepción antropológica y de derechos contemporáneos, descansa en que cualquier ser humano, independiente de todas las diferenciaciones y discriminaciones existentes y posibles que pueda padecer, es digno de ser reconocido por lo que él es. Y lo que es, no es más que lo que era y siempre ha sido, es decir, social y racional. Por decirlo así, un hombre libre es tan racional y tan social, como un esclavo. En eso descansa la dignidad de ambos, no ya en lo que hacen o tienen sino en lo que son.
Un ejemplo en el Caribe. Fue eso, por ejemplo, lo que se verificó un día en las recién descubiertas tierras del mar Caribe al inicio de la época colonial. Con el Sermón de Adviento se reconoció para siempre que el aborigen esclavizado en una cualquiera de las colonias de aquel entonces, también era, independientemente de su estatus jurídico, igual ser humano que quien lo explotaba. Por ende, y aquí interviene la tesis de esta exposición, era y sigue siendo merecedor de la misma consideración que cualquier otro semejante.
A la base de ese reconocimiento se hallaba Aristóteles, escondido en el hábito dominico de Fray Antonio de Montesinos en pleno siglo XVI. Fue él quien otorgó el principio y fundamento a ese reconocimiento cuando discriminó el “logos”-“politikon” como columna vertebral del animal humano e independiente de los atuendos y patrones de comportamiento culturales con que aparezca revestido a través del los tiempos.
Por demás, a un animal irracional no se le concede igual valor y estima que al racional. Ni en tiempos pretéritos ni en ningún otro. Una cosa sería respetar al irracional otra igualarlo y tributarle igual dignidad y derechos que al animal racional.
Por consiguiente, si la filosofía occidental posterior al Estagirita no fuera más que una apostilla a Aristóteles –que es lo que hasta aquí sostengo– es razonable entonces argumentar la vigencia del pensamiento aristotélico como verdadero baluarte de la civilización occidental contemporánea.
Pero ser una apostilla no significa que no haya contradicciones y hasta contrariedades. Existe una ruptura radical, profunda, visceral y a mi entender irreversible con el pensamiento aristotélico y con sus múltiples variantes y reapariciones a lo largo de siglos de historia en Occidente.
Reténgase por ahora que, si no fuera por otra razón, basta la dignidad de todos y de cada uno de los seres humanos para reiterar que siempre hay motivo suficiente para retornar a Aristóteles.