Brasil: la guerra de todos contra todos

Brasil: la guerra de todos contra todos

No en vano la filosofía política ha propugnado desde hace varios siglos por impulsar la sociedad del diálogo, del contrato y los acuerdos. La alternativa es el caos y la lucha de todos contra todos sobre la que escribió Thomas Hobbes en el Leviatán, característica del estado natural antes de que existiera la organización social.
En Brasil colapsa la organización política que se articuló luego de la transición democrática de 1985. Durante este período, ha predominado un sistema de muchos partidos, la mayoría pequeños con impacto regional, que han debido integrarse a las grandes coaliciones para formar el Gobierno federal. Por ejemplo, el Partido de los Trabajadores (PT) para gobernar durante cuatro períodos, ha debido pactar con muchos otros partidos. Estos pactos tienen un carácter eminentemente clientelar, mediado por la corrupción. Y aquí radica el problema.
El sistema clientelar en Brasil es muy extenso a nivel federal, regional y local. Por eso, una vez se abrió la compuerta de acusaciones, es difícil cerrarla; son muchos los involucrados. De ahí la cantidad de funcionarios públicos y privados acusados, hasta llegar a la presidenta Dilma Rousseff y al legendario, aunque ahora debilitado, Lula Da Silva.
La corrupción siempre ha estado presente en Brasil, no es novedad. Los escándalos explotan en tiempos más recientes en un contexto de intentos fallidos de la oposición por ganarle elecciones al PT, específicamente con la reelección de Dilma, y el decrecimiento económico por la reducción de precios de las materias primas, en particular, el petróleo.
Según los reportes de prensa, el desparpajo entre los 513 diputados durante la votación contra Dilma fue patético. El objetivo era lincharla políticamente en nombre de lo que fuera: un hijo, una mujer, Dios, el evangelio, un militar, la familia. Cualquier razón fue instrumento para justificar el juicio, y pocos se refirieron a los manejos fiscales, motivo original de la acusación contra ella.
Probablemente, Dilma Rousseff no esté libre de pecados políticos. En los muchos años que lleva el PT en el poder, ella ha sido pieza clave en sus gobiernos, tiempo en el que no comenzó, pero sí se expandió, la corrupción.
Sin embargo, las acusaciones que pesan contra ella no son como las que pesan sobre otros; no es corrupción crasa, sino mal manejo de déficit fiscales. Pero Brasil está en un punto en que la corrupción es el sello distintivo de políticos y grandes empresarios, y en ese contexto, quien preside el país es principal responsable y blanco de ataques. Para colmo, los mismos políticos enjuiciadores tienen expedientes de corrupción, incluido el jefe de los diputados.
A diferencia de Lula, Dilma es de bajo carisma, de limitado arraigo popular; es más una tecnócrata. Ese ha sido siempre un déficit en su gestión presidencial, y dificulta que sobreviva una avalancha de acusaciones y la búsqueda de culpables en medio de una crisis económica que afecta a muchos.
Sin tanto decrecimiento económico, y con un sistema de partidos menos corrupto y menos fragmentado, quizás Brasil estuviera sorteando los problemas de manera más organizada.
Pero confluye actualmente una confrontación política, económica y social altamente desestabilizante. La corrupción hizo metástasis. Las protestas abundan. La oposición al PT busca el retorno al poder. La recesión económica restringe las ganancias al capital y golpea el pueblo. Los programas sociales están en riesgo por el imperativo de hacer ajustes fiscales. La coalición de partidos en torno al PT se desmorona porque ya no hay certeza de beneficios, y los políticos evangélicos buscan notoriedad y ascenso en medio del caos.

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