Nos tiene acostumbrados a intensos viajes por esa, una infancia suya, tan dura en el Ingenio Consuelo. Luego están sus pasos, trazando geografías ante las cuales uno sólo diría pero cómo y cuándo: Santo Domingo, la Habana, Boston.
Uno tiene la sensación de que en cada jalón del crecimiento hay un poemario de Norberto James Rawlings esperándonos. Recuerdo la lectura de Los inmigrantes (1968) en el Liceo Estados Unidos, a finales de los años 70. Luego vendría su voz en el inolvidable programa El gran musical, con José Enrique y su voz de terciopelo. En 1985 me encontré en La Habana con el poeta Víctor Rodríguez Núñez. En aquellos días donde todo eran tórridas conversaciones con Noel Nicola o en la azotea de la poeta Reina María Rodríguez recién ex del poeta Núñez-, de repente la sombra de nuestro poeta me asaltaba: había algún poema en su honor, los tambores africanos que a todos nos hilan en este Caribe de pura agua destapaban sus estridencias.
En el 2000 accedíamos a La urdimbre del silencio, un poemario que no sé cuántas veces habré leído, releído, editado. Ahora que se cumplen diez años de su primera edición, vuelvo a él como cumpliendo aquella vieja profecía de Américo Lugo en el prólogo a los Cuentos frágiles de Fabio Fiallo: como si celebrara el natalicio de un príncipe.
La urdimbre del silencio es una obra de apretadas síntesis, de cruz y raya. Atrás quedan los nosotros y las campanas de la Historia. Lo que ahora constatamos es la necesidad de ser íntimos. Las imágenes se condensan y se deshacen, como en una acuarela. La intención visual y narrativa dominan. Son constantes los pequeños círculos, copos contentivos de aquella emoción whitmaniana por las pequeñas cosas. Frente a cierta vieja solemnidad digamos nerudeana del viejo poeta James Rawlings, el nuevo va de la mano de un Robert Frost, llevándose de paso algunas flores del jardín de John Ashbery.
Y aquí volvemos a la presencia nutricia de la gran poesía patriarcal norteamericana en nuestras letras, tradición rota por los autodenominados poetas de postguerra. Hay que pensar en algunos autores de la Generación del 48 pienso ante todo en Avilés Blonda- y en los íconos que le siguieron como del Risco y Alfonseca-, subrayando la manera en que conceptos caros a nuestro imaginario como el yo, el placer, lo nimio- se convertían en decisivos recursos creativos.
La urdimbre del silencio es una especie de recuperación y elevación a la enésima potencia de esta sensibilidad. El poeta James Rawlings vuelve a lo c oloquial. Su poema trasunta el placer del viaje, los descubrimientos tras cualquier recodo, el ser que no agota ni agobia con sus espejos. La ética tras la estética es simple y tal vez nada novedosa: hay que reivindicar el placer, reconocerse en sus límites, dejar que el mundo entre y salga, concibiendo al poema como algo que dignifica al ser.
Hay libros a los que accedes como si fuesen un Jardín de las Delicias. Gracias a Norberto James Rawlings: por su bondad, su constancia y por este poemario.
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